Crítica del Festival de Música y Danza de Granada

Perfecta noche nórdica

  • La Mahler Chamber Orchestra, Javier Perianes y Klaus Mäkelä dieron vida a Sibelius y Grieg

Perfecta noche nórdica

Perfecta noche nórdica

Mientras escuchaba el concierto de la Mahler Chamber Orchestra, con su magnífica perfección, recordaba los versos de Lord Byron en los que la perfección puede ser insípida. Pero no era ese el caso en una noche nórdica, porque asistimos a un concierto donde, de verdad, había una orquesta –aunque fuese de cámara-, un joven director de solvencia –Klaus Mäkelä- y otro joven pianista –Javier Perianes- capaces de convertir esa cualidad en un soplo de vida musical de extraordinario calibre.

El aire que soplaba en el Palacio –ni mucho menos con la frialdad de otras noches- venía del norte europeo, de la Escandinavia del noruego Edvard Grieg y del finlandés Jean Sibelius. Y lo hacía con la magistratura de la Mahler Chamber Orchestra, cuya calidad hemos subrayado, incluso con el accidentado concierto de hace dos años, en el que hubo de repetir, por la interrupción de la lluvia, el estreno del Concierto para violín y orquesta, Alhambra, de Peter Eötvös, y finalmente cancelar definitivamente la velada, sin que pudiésemos escuchar la versión de El sombrero de tres picos, en su centenario. Orquesta y público salimos de estampida, cosa que, por fortuna, no se repitió el martes, donde pudimos escuchar ese “prodigio de equilibro, entre su poderosa y ágil cuerda, con los apuntes necesarios del viento, metales y madera”, que literalmente subrayaba y que repito hoy, porque ese equilibrio es el eje fundamental para que una orquesta suene como si fuera una sola voz, aunque de ella surjan los diferentes matices y hasta protagonismo. Cualquier conjunto instrumental que se precie se basa en esa unidad y no en que cada uno vaya por su lado.

Con esa bellísima cuerda y con todos sus engarzados elementos de la máxima categoría pudimos escuchar los sones escandinavos de Sibelius y Grieg en toda su verdad y belleza. Comenzaré por la pieza central, el conocido Concierto para piano y orquesta en la menor, op. 16, de Edvard Grieg, con la magistral y sensitiva versión pianística que nos ofreció Javier Perianes, del que tantas veces he destacado su cristalina sonoridad, capaz de los sonidos más tenues a la opulencia cuando es necesaria, revelada desde el comienzo, tras los redobles de timbal, con los acordes esforzados, subrayando el diálogo del tema principal, que tanto recuerda al concierto de Schumann, para abordar con maestría, enorme musicalidad y transparencia ese sólo pianístico, depurado hasta la exquisitez. El hermoso Adagio, con la orquesta como protagonista, exponiendo los violonchelos el sabor noruego, desemboca en el vibrante Allegro moderato molto marcato, con sus temas de danza, otro más lírico para finalizar en un diálogo majestuoso y brillante entre orquesta y piano. Perianes dio una lección magistral, con su mecanismo limpio y su profunda musicalidad para exponer todos los rincones de esta deliciosa pieza que ha elevado a Grieg a los altares de las grandes creaciones pianísticas-orquestales. A la merecida ovación correspondió con un delicado obsequio de ese piano cristalino del que tanto gusta, antes de recibir, con la presencia del Consejo rector y del director del certamen, la Medalla de Honor del Festival que le hizo entrega el promotor musical y amigo y mentor del pianista, Alfonso Aijón. Unas palabras de agradecimiento del intérprete cerraron su primera participación en esta edición, en la que es músico residente.

Pasaremos a otro residente, el joven director Klaus Mäkelä, que además de conducir notablemente a la Mahler Chamber en el mencionado diálogo con el piano, en Grieg, se abismó en el mundo de Jean Sibelius, considerado en Finlandia todo un héroe nacional –me he referido hace tiempo en numerosas ocasiones a su Festival anual de Helsinki- y un nombre que ha llevado a la música finlandesa a ocupar un puesto decisivo entre las creaciones europeas. De su producción se eligió El cisne de Tuonela, op. 22, núm 2 de la suite Lemmikainen, con su idea wagneriana de exaltar los mitos nacionales, para ofrecernos las dos últimas sinfonías que escribió, la Sexta, en re menor, op. 104, y la Séptima en do mayor, op. 115. El autor de sinfonías complejas como la coral Kullervo, marcó en estas dos últimas obras –tras la que pasó 30 años sin componer nada nuevo- un sentido rompedor de sus literalidades wagnerianas, para incluso modificar nombres en los movimientos. Se ha señalado en las sinfonías de Sibelius la deliberada frialdad –a la Sexta él mismo la calificó como “fría agua de manantial”, en la que puede latir rabia y pasión en las llamadas “corrientes subterráneas”, donde algunos ven influencias de Palestrina- e incluso, los más críticos, han señalado monotonía, reveladora de su propio intimismo.

A los cuatro movimientos de la Sexta se unió como epílogo, sin interrupción, el único movimiento de la Séptima, original en la forma, como decía algún comentarista del músico, mirando a “donde habitan las estrellas”, en la que pese a esa linealidad interna se evidencia la variedad donde una orquesta tan equilibrada como la Mahler, puede expresar esos manejos de los tempi y un director meticuloso y atento a los resortes sonoros como Klaus Mäkelä sacar todo el partido posible a estas páginas sobrias, pero de indudable belleza, logrando la máxima musicalidad de estos témpanos sonoros, tan difíciles de ejecutar. En su primera actuación en esta edición –le quedan la OCG y la Orquesta de París, omnipresente en numerosas etapas del certamen y de la que es ya director titular – triunfó con plenitud de notables valores exigibles a un responsable de conducir a los monstruos orquestales que se precien como tales, aunque tengan el calificativo de cámara.

Noche nórdica, pero, por fortuna, ni helada climáticamente ni musicalmente, sino todo lo contrario.

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