Corneliu Porumboiu, el rumano bueno, baja al suelo donde todo se mezcla, realidad y delirio, vida privada y pública, y fragua una pequeña y divertida película con más enjundia de lo que podría parecer a primera vista.
Laurentiu Ginghina, el amigo del hermano y de la familia, transita por el prisma –de loco entrañable a extraño visionario sentimental– mientras recuenta su vida y la lesión futbolística que le empujó a su utópico ideario balompédico. Al tiempo que explica estas mejoras, no resulta complicado admirar los vericuetos del cerebro post-soviético. Pero si soltamos el globo de las metáforas, nos encontramos frente a ese hombre de las contradicciones –el que quiere que el balón no pare de moverse en un área multicompartimentada– que no dejamos de ser cualquiera de nosotros.
Y luego, el cine. Ese perturbador doble de la vida que refuerza aquí la palpable escisión de Ginghina, funcionario de día en la Rumanía kafkiana, y empresario soñador a la tarde/noche, secretamente disfrutando más, o eso al menos parece, del lento viaje que de la dudosa meta a la que llevan las revoluciones.
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