Cultura

La arquitectura del espíritu

  • Eugène Green presenta 'La Sapienza', una hermosa película que se inspira en el embriagador Barroco italiano para hablar del colapso moral contemporáneo.

"Las primera imágenes feas" que ha introducido en sus películas, concede Eugene Green -porque eso pretendía, retratar algo frío y vulgar-, abren La Sapienza, último trabajo del cineasta estadounidense (Nueva York, 1947) pero francés en el pasaporte desde 1976 y en el alma, al menos de su cine, desde siempre. Esas imágenes feas, frías y vulgares fueron tomadas en la periferia de París, en barrios de bloques-colmena asediados por autopistas de circunvalación colmadas de tráfico. Una toma se detiene en la base de uno de esos altísimos mazacotes de hormigón, grises como la enfermedad, y va elevándose hasta las alturas; en la azotea, un cartel publicitario: "Life's good". ¿Qué ocurre cuando una sociedad se despreocupa del espíritu, de las cosas que nos constituyen y no tienen precio ni medida, para entregarse a las cosas más pedestres, entre ellas, evidentemente, el dinero? De eso trata el filme que presentó ayer dentro de la Sección Oficial del SEFF.

Esa catastrófica crisis espiritual colectiva la encarna en la película una pareja de brillantes profesionales de perfil intelectual: él, arquitecto con reputación internacional; ella, socióloga y psicoanalista que trabaja en una institución dedicada a las capas sociales más desfavorecidas; y por dentro dos personas que se necesitan y siguen queriéndose, pero que no saben cómo volver a acercarse la una a la otra tras una experiencia traumática que instaló el miedo y una distancia gélida entre ambos. En el fondo, dice Green, su filme nació también de la idea de que "para vivir bien nuestro presente, tenemos que conservar un nexo con el pasado y eso implica saber convivir con nuestros fantasmas".

Y eso se logra, según él, no sepultando las cosas en el olvido, en las sombras, sino arrojando luz sobre ellas; la luz adecuada. Esto lo muestra también Green en su película, que es un viaje -literal y espiritual- hacia la belleza, la sabiduría y el sentido. Dicho así puede sonar fatuo, pero se experimenta mejor contemplando las hermosísimas escenas en las que el filme se detiene a hacernos contemplar algunas de las huellas que dejó a su paso por el mundo -entre ellas la iglesia del palacio donde tiene su sede la Universidad de Roma: La Sapienza- el arquitecto Francesco Borromini, coetáneo de Bernini y tanto en el siglo XVII como en esta película no sólo rival sino también su antagonista. Borromini representa para Green el "barroco místico", que propicia "una experiencia personal", mientras que el mucho más célebre Bernini encarna el "barroco racional", el que convenía a la Iglesia como poder.

"Me considero una criatura bastante extraña para la época que me ha tocado vivir, porque suelo adoptar un pensamiento místico. No lo puedo evitar, sencillamente concibo la realidad así, de manera natural. Pero ya no se piensa así. El siglo XVIII desterró esa forma de ver el mundo al convertir la Razón en una divinidad", dice el cineasta, convencido de que, en resumidas cuentas, negar "nuestra necesidad de lo sagrado" (más allá de la creencia religiosa codificada o institucionalizada) antes o después pasa factura. A este conflicto se enfrentará la pareja del filme durante un viaje a Italia para desconectar y pensar (al final, sobre todo, sentirán), en el que conocen a dos hermanos adolescentes, una chica que padece una enfermedad incierta y un chico que quiere estudiar Arquitectura. Ellos acabarán visitando algunas ciudades, contemplando viejos palacios e iglesias; ellas, aguardando su regreso mientras la muchacha trata de sobreponerse a uno de sus extraños vahídos.

Autor de casi una decena de películas, entre ellas Toutes les nuits, Le pont des arts o La religiosa portuguesa, Green -que se reserva una significativa aparición en La Sapienza- se inició no obstante en el cine tardíamente, superados los 45 años. Antes, estudió Literatura e Historia del Arte y fundó un grupo de teatro. Ese bagaje previo probablemente explique la crucial importancia de la palabra en su cine: lejos de las pretensiones naturalistas, sus actores casi declaman, más que hablan, imprimiendo un ritmo, un tono, un poso que es parte fundamental del filme (aunque precisamente esto desconcertó a parte del público). "En realidad siempre quise hacer cine, lo supe desde los 16 años, cuando vi El desierto rojo de Antonioni. Pero por circunstancias de la vida tardé en llegar. Eso, por otro lado, me dio tiempo para reflexionar sobre qué quería hacer y qué no", dice Green, que asume también la influencia de Bresson (al que de hecho dedicó dos de sus libros). "Del cine me interesa su magia. En el sentido de que has de trabajar con fragmentos de la realidad, pero ahí surge la gran capacidad de una película de hacer ver al espectador algo que no hubiera visto si tan sólo se hubiera quedado con la visión de esos fragmentos por separado".

Una tarde, en una azotea vacía, a la francesa Pascale Ferran le asaltó una pregunta turbadora que era también una imagen poética: "Si alguien saltara ahora desde aquí, ¿se mataría o cogería vuelo?". Ese fue el germen de Bird People, presentada ayer también dentro de la Sección Oficial. Una obra, dijo su directora, que rastrea "una pulsión entre la vida y la muerte" y en la que recurre a dos historias, una de ellas con fuga fantástica (un ejecutivo de Sillicon Valley que viaja a París para abandonar empleo, familia y hogar, y una limpiadora de hotel que, literalmente, se transforma en un gorrión), para hablar "del mundo tan poco habitable en el que vivimos, y de que, a pesar de todo, es maravilloso".

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