Historias de Granada
  • El próximo día 19 se cumplen 20 años del fallecimiento del cantautor que dignificó la memoria de la copla

  • Su canción 'Verde y blanca' se convirtió espontáneamente en el himno de Andalucía

Carlos Cano, un malafollá entrañable

El cantante Carlos Cano, en concierto El cantante Carlos Cano, en concierto

El cantante Carlos Cano, en concierto / Juan Carlos Muñoz

Aquella madrugada del 26 de mayo de 1995 un grupo de periodistas de guardia nos habíamos reunido en las puertas de las urgencias del Hospital Virgen de las Nieves. Por allí iban a sacar de un momento a otro a Carlos Cano, que iba a ser trasladado una clínica neoyorquina. El cantautor había sufrido un nuevo episodio de aneurisma de aorta cinco días antes y su estado era grave. Tenía que ser intervenido quirúgicamente y los familiares habían pensado que en Estados Unidos las posibilidades de éxito de la operación serían mayores. Habíamos ido hasta allí un reducido grupo de informadores porque queríamos hablar con Alicia, su esposa, o con su representante para que nos explicaran el porqué de esa decisión del traslado del paciente y sobre los riesgos de someterlo a un vuelo de ocho horas en su estado.

También estaban los fotógrafos González Molero y Juan Ferreras. Todos los allí reunidos éramos, de una manera o de otra, amigos del enfermo y estábamos preocupados por su estado de salud. Yo, por ejemplo, siempre me he preciado de haber sido su amigo. No éramos camaradas de esos que se cuentan los secretos personales o que han vivido muchas experiencias o aventuras juntos. Fuimos lo amigos que pueden llegar a ser un cantautor famoso y un periodista de provincias que saben que en un momento determinado pueden resultarse útiles el uno del otro. Para el cantautor podría serle útil tener cierta connivencia con un periodista local para cuando quisiera dar un mensaje a sus seguidores: un nuevo disco, un nuevo proyecto…

Para el periodista podría serle útil tener en su agenda el número personal de un cantautor de éxito que triunfaba en España. Teniendo en cuenta esa contraposición de intereses, nos reuníamos de vez en cuando, bien porque me había concedido una entrevista o bien porque él quería hablarme de sus proyectos sociales, sobre todo cuando se hizo cargo de la asociación que acogía a niños saharauis enfermos. Esa amistad interesada, empero, no impedía que de tarde en tarde nos tomáramos una caña en un ambiente fraternal y distendido: como el de dos viejos colegas que se ponen al día en sus asuntos.

Carlos Cano- en 1984. Carlos Cano- en 1984.

Carlos Cano- en 1984. / Juan Ortiz

Bueno, pues como digo, estábamos en las puertas del hospital a la espera de que saliera la camilla con el cantautor. Un médico nos había dicho que estaba consciente y nosotros incluso teníamos la ilusión de que nos dijera unas palabras que pudieran ser el titular de nuestras respectivas crónicas. Eran ya casi las dos de la madrugada. Hasta ese momento lo que sabíamos era que había venido desde Madrid Ramiro Rivera, un famoso experto en cirugía vascular, que es el que había recomendado el traslado del cantautor a la clínica Monte Sinaí de Nueva York. Allí, según nuestras informaciones, ya sabíamos que iba a ser operado por el cirujano Randall Griepp y supervisado por Valentín Fuster, cardiólogo español de renombre que trabajaba en dicha clínica. Sabíamos que un equipo de médicos granadinos a cargo del cirujano Teodoro Moreno tenía el quirófano preparado para operarle pero que los familiares habían decidido a última hora que lo intervinieran en Nueva York. Que el avión que lo iba a llevar estaba sanitariamente preparado para llevar a cabo con ciertas garantías el traslado. Y que en la enfermedad que padecía Carlos tenía mucho que ver la genética ya que por un aneurisma de aorta había muerto su madre en 1986 y moriría su hermano Javier en 2013.

Buitres

A eso de las dos y media de la madrugada salió la camilla con el cuerpo entubado de Carlos. Los fotógrafos, con ese instinto que les lleva a enfocar la noticia allá donde surja, comenzaron a echarle fotos. Nosotros, los plumillas, también nos acercamos a ver a nuestro amigo encamado. Uno de los familiares, se dirigió a nosotros y nos espetó:

–¡Buitres, sois todos unos buitres! ¡No respetáis ni el dolor ajeno!

Nos quedamos de piedra. Al menos yo. Era la primera vez que me llamaban buitre. No solamente no íbamos a tener declaraciones de los familiares, sino que estaban molestos con nosotros, hasta tal punto que nos comparaban con esa especie animal que acude a la carroña. Fue Juan Ferreras el que nos quitó el signo de perplejidad de nuestro rostro al decirnos:

–No le hagáis caso. Estamos cumpliendo con nuestro deber.

Al llegar a la Redacción escribí la crónica con la palabra ‘buitre’ rondándome en la mente. Recuerdo que esa fue la primera vez en pocos días que me planteé la ética en mi profesión. La segunda vez fue cuando me puse en contacto con Juan Jesús García, el crítico musical que me había llamado cinco días antes para decirme que Carlos Cano había sufrido un aneurisma, para encargarle que escribiera un obituario sobre el cantautor. A él se le hacía difícil escribir sobre una persona viva como si estuviera muerta. Pero en la prensa escrita era corriente, antes de que internet funcionara a pleno rendimiento, tener a mano la necrológica de una persona importante de la que se temía por su vida por si se podía meter a última hora en la edición del día. Aunque existía también esa creencia rayana en la ley de Murphy que decía: "Si quieres que un moribundo contradiga la lógica, escríbele una necrológica". La ley de Murphy se cumplió porque Carlos Cano pudo superar la crisis. El doctor Valentín Fuster, responsable de cardiología del Hospital Monte Sinaí, le dijo algo que luego sería premonitorio: "Carlos, te puedo cambiar el corazón, pero ‘las tuberías’ las tienes muy mal". A pesar de todo la operación fue un éxito y a los 15 días o así el cantautor pudo volver a Granada. Fue cuando Carlos dijo aquella famosa frase de: "He vuelto a nacer en Nueva York, provincia de Granada".

De izquierda a derecha, Luis del Olmo, Carlos Cano, Maribel Calvín y el autor del texto. De izquierda a derecha,  Luis del Olmo, Carlos Cano, Maribel Calvín y el autor del texto.

De izquierda a derecha, Luis del Olmo, Carlos Cano, Maribel Calvín y el autor del texto. / Juan Ortiz

El traslado de Carlos Cano a la ciudad norteamericana para ser operado allí levantó cierta polémica entre los facultativos españoles que creían que aquí en España había tan buenos cirujanos en esa especialidad como en Estados Unidos. Opinaban éstos que el citado traslado había sido muy arriesgado teniendo en cuenta que ese tipo de operaciones se realizan frecuentemente en Granada con bastantes probabilidades de éxito. Pero también estaban lo que respetaban la decisión de su, por entonces, esposa Alicia. Lo que no parecía de recibo, como apareció en prensa, que días después de la llegada de Carlos Cano a Granada la familia reclamara al Servicio Andaluz de Salud los gastos que había originado el traslado y la operación en Estados Unidos del cantante. Casi veinte millones de pesetas. No recuerdo si aquella demanda llegó a cuajar, aunque creo que no.

El carácter de Carlos

Si Pepe Ladrón de Guevara hubiera publicado esa famosa lista de malafollás granadinos, Carlos Cano estaría entre los primeros puestos. Además, él alardeaba de tener ese carácter fuerte y muy propio de la ciudad de la Alhambra. De acuerdo, era un malafollá, pero un malafollá entrañable.

Hace unos días Miguel Ríos contaba en una conferencia telemática lo que le pasó un día en que él y Carlos estaban en un bar de Madrid y se les acercó una chica que quería un autógrafo del autor de María La Portuguesa.

–¡Te esperas! ¡¿No ves que estoy hablando?!– le soltó Carlos con cierta acritud.

La chica era tan fans de él que estuvo esperando más de media hora a que Carlos y Miguel dejaran de hablar. Fue entonces cuando accedió a la petición de la chica.

–A mí me daba tanta pena la muchacha que a punto estuve de firmarle yo el autógrafo– se reía Miguel. El autor de Vuelvo a Granada también sabe que lo mismo que su colega y paisano tenía un punto de malafollá granaína, también tenía un gran corazón que le exigía estar en momentos determinados con personas marginadas y a las que la vida les era una cuesta arriba.

Yo, como digo, fui testigo periodístico de tercera fila de su ascenso y de sus éxitos y lo fui de primera fila de su muerte el 19 de diciembre de 2000. Carlos ya había hecho mucho por la música: había sido el creador -junto con Juan de Loxa y Antonio Mata- del Manifiesto Canción del Sur para reivindicar la cultura andaluza, había recuperado estilos tradicionales andaluces relativamente olvidados como el trovo popular y la copla y tenía una legión de seguidores y fans a los que le encantaba todo lo que componía. Había nacido en el Mauror, el barrio imbricado en el Realejo donde se asentaron los judíos en el siglo XV antes de ser injustamente expulsados. Tenía 18 años cuando se fue a Suiza a trabajar a un hotel.

Luego en Alemania trabajó en la imprenta de la revista Der Spiegel y en Holanda se enroló como marinero en el puerto de Rotterdam. Tenía tema más que suficiente para sus posteriores canciones. De la mano de Paco Ramírez actuó en un homenaje organizado por la Unesco a Federico García Lorca. Se casó y tuvo dos hijas. Su primer disco se llamó A duras penas, que contiene algunas de las canciones de hondo compromiso social y andaluz. Allí estaba la Verde y blanca, que se convirtió espontáneamente en el himno de Andalucía. Luego, durante bastantes años, Carlos se negó a interpretarla en público: eran otros tiempos y, según decía, muchas de las utopías que representaba carecían de sentido.

Carlos Cano en una de sus actuaciones en 1982. Carlos Cano en una de sus actuaciones en 1982.

Carlos Cano en una de sus actuaciones en 1982. / Juan Ortiz

Pese a sus posiciones cercanas al nacionalismo andaluz, que le llevaron a apoyar en diferentes campañas electorales al Partido Andalucista, nunca olvidó el compromiso humano: presidió la Fundación por los Pueblos Indígenas y una asociación, Al Hayat, para acoger a niños saharauis enfermos. Y tenía pasión por dos ciudades: La Habana y Cádiz. “Su biografía también es una mezcla de un profundo arraigo a Granada y un deseo incontrolable por abarcar el mundo”, dijo de él su buen amigo Alejandro V. García.

El obituario

En 1995 su vida dio un vuelco. Primero porque le nació su hijo Pablo, fruto de su relación sentimental con la sevillana Eva Sánchez. Y, segundo, porque en mayo, sufrió ese aneurisma que reveló la fragilidad de su sistema circulatorio. Tras ser operado en Nueva York, Carlos Cano siguió con su vida artística. Los médicos le habían dicho que podía subirse al escenario con ciertas precauciones y él así lo hizo. Comenzó a componer y a llevar a cabo decenas de planes. Por entonces eran frecuentes mis llamadas para que me contara en qué andaba metido. Ideó un trabajo que se llamó Así cantan los niños de Cuba, que estuvo nominado al Grammy Latino y cantó con Compay Segundo.

Su enfermedad le preocupaba hasta cierto punto, pero su febril mente no paraba de pensar iniciativas, como si el mundo le estuviera chico. Tras cinco años de reconocimientos y una producción importante consiguió con sus dos últimos discos llevar a la copla musicalmente a la perfección y dejar grabado una serie de conciertos para la elaboración de su tercer disco en directo, con una selección de sus mejores canciones. Viajaba a Cuba con frecuencia para atender los proyectos que tenía allí. Creía en la vida y estaba enamorado de ella. En Cádiz dio el pregón de Carnaval vestido de Corto Maltés. Vivió un año en Sevilla, pero echaba de menos las vistas de Sierra Nevada desde su casa de Cúllar Vega.

El obituario apresurado sobre Carlos Cano que había escrito Juan Jesús García estuvo en el cajón de mi mesa durante cinco años. Lo tuvimos que retocar para la edición del 20 de diciembre de 2000 en que anunciábamos a cinco columnas y en primera página la muerte de uno de los artistas andaluces más fecundos. Venía a Granada desde Madrid en un avión cuando su aorta le dijo basta. Esta vez su corazón no aguantó. Tenía 55 años y muchas vidas.

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