Reseña

Años fértiles

Un niño se impacienta porque su madre se para en la calle con una persona durante un rato que le parece interminable. Charlan sin fin, le parece. El hombre gesticula, quizá tiene el pelo blanco o rubio, y yo unos ocho años. El interlocutor de mi madre era Gerardo Rosales. Luego hubo en mi casa un cuadro suyo completamente abstracto, como en azules y marrones. Gerardo Rosales era un artista, como su hermano famoso y como su sobrino José Carlos. José Carlos ya no era un niño cuando habló con su tío, sino un adolescente precoz y ya capaz de escribir una elegía (1968) por la muerte de quien quiso conocer mejor (“He perdido un amigo/como se pierde un pájaro”), y de resolverla con altura e intensidad en la clave poética, casi inevitable, de su otro tío, Luis.

Este es José Carlos, dióscuro de Justo Navarro. Los dos tienen dieciséis años. Sus trayectos comunes van a ser singulares. Ahora toca seguir por el camino de José Carlos, en el que uno se encuentra inmediatamente con un puñado de poemas de circunstancias (Goethe, todos lo son, etc.). Claro que el supremo poeta de circunstancias del siglo XX se llamaba Bertolt Brecht, y José Carlos (y Justo) lo conocieron tan bien como para inventar una revista titulada Ka-Meh (para explicar ese falso título chino, su porqué y el contenido de la revista haría falta más espacio del que disponemos). En cuanto a la escritura: Que el corazón esconda la tristeza, dice el título de un poema de 1969. Es decir: quizá desde el remoto principio de esos “años larguísimos” José Carlos presentía (o pretendía) que todos sus poemas se iban a escribir con una tensión interna entre lo que las palabras quieren decir y lo que dicen bajo el plano liso del poema.

Así en la tremenda Crónica (1972) que en pintura sería la de Equipo crónica (a cuya estética se acercó algo después Juan Vida) y en varios otros, no tan obligadamente explícitos. Cuando la materia es incendiaria, blanda, algodonosa, hay que almidonarla, encalarla, repellarla. Hay que esculpir la niebla, como dijo Unamuno. Claro que esa enunciación seca de asuntos atroces tiene algo de los novísimos. Claro que le deslumbró Gimferrer: ¿Cómo no?

Años larguísimos es un buen título, traído hasta 2019 desde La puerta amarilla de 1971. La dicción busca la eficacia a través de la limpidez aforística: “Somos de la nación el espectáculo./ El escenario son campos vacíos, ciudades congeladas”. O directamente en Epigrama (1976) y en las tremendas Variaciones sobre un mismo tema de 1977, sobre los asesinatos de Atocha. El breve ciclo de Casi dunas (1984), escrito para una carpeta de Julio Juste, ya preludia el tono de sus libros organizados en torno a un motivo dominante, con ligeras incongruencias inquietantes en la enumeración del mundo: “Después,/ un martes a las siete, antes del mediodía,/ se descubre la ausencia de equilibrio; / y en las mesas abundan ostensibles/ soledad, deterioro;/ cajas de vidrio inmóvil y sueños destrozados”.

Unos cuantos de los Poemas accidentales (1992-2018) son epitalamios, incluido el poema de amor (2006) que se titula Un anillo. Algún otro rompe el predominio de la brevedad, como Aterrizaje imaginario (2010), implacable y aguda denuncia de los males culturales de la patria granadina (“todos se inclinan y piensan que son ínclitos”), un lugar donde “todo se ve mejor cuando estás lejos”.

Otras veces el poema sencillamente no es accidental sino se alza sobre el plinto de la circunstancia con sobriedad impecable, como en la elegía (otra vez) Cinco de junio de 1976, Fuente Vaqueros, Granada (2018). En la primera de Dos poéticas busca escribir “La conciencia de un sueño que no termina nunca,/el rumor del vacío”; la segunda explica que querría que sus poemas fuesen “un refugio, un espacio donde poner a salvo lo que el mundo desprecia, ignora o pisotea” y enlaza con la quinta y última sección, De Memorias de una piedra, donde se atisba un diálogo con León Felipe (Así es mi vida,/piedra,/como tú./Como tú,/piedra pequeña»):«Y aunque nunca lo supe,/esa piedra era yo,/ tan inerte y cerrada,/ y tan cruda, tan frágil.

Es disculpable el pequeño exceso de énfasis en la interrogación retórica: “Para qué tanto esfuerzo, tanta entrega sin límite”. Son cincuenta años fertilísimos.

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