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Bruckner, las dudas de un genio

  • Es un referente del sinfonismo del siglo XIX, pese a que luchara con las influencias de Brahms y Wagner

Josef Antón Bruckner -Asafelden, 4 de septiembre de 1824-Viena, 11 de octubre de 1896- es uno de esos compositores que tuvieron que luchar a brazo partido con las dos influencias gigantes de su época, las que ejercieron Brahms y Wagner. El modesto descendiente de una familia de campesinos y artesanos de la Alta Austria, no sólo tuvo que pelear por su supervivencia, sino por su educación, buena parte de ella autodidacta, aunque recibiera formación como organista, desde su puesto de monaguillo en el colegio de San Florián, y, posteriormente, ampliara conocimientos en Linz.

Le costó trabajo dedicarse a su verdadera vocación creativa. Tenía un talento natural, pero era un hombre de poca preparación para los tiempos que corrían. Se ha dicho que espiritualmente tenía la fe del carbonero. Pero sobre todo, influía su carácter inseguro, sus eternas dudas sobre los caminos a elegir, entre aquella riqueza de influencias políticas, culturales y musicales.

Apoyado en las recomendaciones de Sechter, empezó en 1861 a desmenuzar la música de su época, de la mano de Otto Kitzler, director de orquesta del teatro de Linz. La música de su tiempo era la de Berlioz, Liszt y Wagner. Su apasionamiento por el mundo wagneriano, que tantas veces se traduce en su obra sinfónica, a veces con personalidad propia y otras, irremisiblemente, para los oídos del público, con excesiva dependencia, le cerraron reconocimientos que su talento merecía.

Quizá las siempre comparaciones odiosas con Brahms, como antítesis de Wagner no siempre justificadas de tal manera -aunque los partidarios de uno y otro así lo estimaran-, limitaron el espacio que por sí mismo tendría que ocupar posteriormente en la historia de la música. Su reconocimiento pleno fue tardío, como es frecuente en todas partes, hasta que vino subrayado desde el extranjero. Pero, al fin, tuvieron que reconocer que el sinfonismo alcanzaría con él una dimensión plena, aunque estuviese presente la influencia de su admirado Wagner. Nueve sinfonías -a las que habrá que añadir la Cero-. Un colosal Réquiem, un Manificat, varias misas, un Te deum, con el que, según especulaciones no confirmadas, hubiese querido terminar su última sinfonía, aunque la tonalidad no cuadrase -obra que el 4 de julio de 1981 ofreciera Gómez Martínez en el Festival, dirigiendo a la Nacional y al Orfeón Donostiarra-, y otras varias músicas religiosas de diversa entidad, aparte de partituras de cámara y corales, dejan huella de una personalidad y un talento incuestionable. Su forma de orquestar, muy wagneriana, no pueden hacer olvidar las influencias melódicas y sensibles de Schubert, pero tampoco los antecedentes de las sinfonías de Haynd, Beethoven o, incluso, Brahms. Está patente, por ejemplo, en la Sinfonía num. 7, en Mi mayor', a la que añadió un adagio en homenaje a la muerte de Wagner, y que, curiosamente, fue la más aceptada en vida del genio, aunque no es, precisamente, la más original ni vigorosa.

Es verdad, como ocurre con la Sinfonía num. 8, en Do menor (A117), que tras más de una hora y veinte minutos de audición, en sus cuatro movimientos -Allegro moderato; Scherzo, Allegro moderato; Adagio y Finale, Solemne-, pueda atisbarse el peso -o la losa, si prefieren los que piensan otra cosa- wagneriana. Pero esa Coda del Finale, que es una ampliación del tema fundamental del primer movimiento es, en verdad, uno de los momentos culminante del sinfonismo de todos los tiempos, como muy bien decía Sergio Celibidache. El oyente vuelve a reconocer los temas principales y vuelve a identificarse con ellos. Es como el discurso de una vida, donde el principio y el final no están tan separados, y en este último es como si recapitulara toda la existencia. Es el ideal y la justificación de la sinfonía, en donde parece que esa vida musical ha llegado a su meta y uno acaba conmovido y atrapado en esa tela compleja, absolutamente arquitectónica.

Las sinfonías de Bruckner son motivo de prueba para orquestas y directores. Su duración, la minuciosidad y el complejo entramado, a veces reiterativo, pueden justificar la frialdad con que en ocasiones se reciben. Por eso hay que exprimir la obra hasta sus límites. El año pasado escuché, en el Festival de Santander, una sensacional versión de esta partitura a la Real Concertgebouw Orchestra, dirigida por Bernard Haitink. Y es que en Bruckner está la plenitud de la sinfonía, sobre todo en la Octava que, a mi parecer, es la mejor de todas y, como decía, punto de especial relevancia en el sinfonismo europeo del siglo XIX. Escrita entre 1884 y 1987, sufrió diversas modificaciones, como, por otra parte, era habitual en el autor, siempre lleno de dudas, de altibajos, de depresiones y decepciones. Tras una mala versión que Hermann Levi realizó y que tantas críticas suscitó, la Octava fue 'arreglada' por su autor y se estrenó 'definitivamente' el 18 de diciembre de 1892 en Viena, por la Filarmónica, dirigida por Hans Richter. La reacción de público y crítica fue diversa -¡siempre la comparación con Brahms!-, y así mientras algún crítico se salía de la sala antes de terminar, el liderista Hugo Wolf -crítico ocasional- la alababa con entusiasmo, sobre todo porque, de camino, golpeaba a Brahms y a sus seguidores. ¡Qué buenos tiempos para las artes cuando había polémica y pugna entre músicos, operistas, intérpretes y los 'fans' no eran los de un concierto de rock o un partido de fútbol!

Bruckner no acabó la Novena, en Re menor. El mismo día que murió estaba trabajando en ella. Aunque a algunos críticos les sugiere un compendio de las demás, destaca, sobre las otras, por su intensidad religiosa -esa fe del carbonero, a la que me refería anteriormente- y que, por no haber sufrido modificaciones ni de él ni de sus alumnos, como ha ocurrido con la mayoría, podemos degustarla en su originalidad. Esta obra la inició en 1887 y el Adagio lo terminó en 1894. Se estrenó el 11 de febrero de 1903, en Viena, seis años después de la muerte del autor. El primer movimiento -Solemne misterioso- ya revela, con su riqueza contrapuntística y su grandiosidad orquestal, esa dimensión de homenaje al Sumo Hacedor, como él insistiera. El Scherzo, disonante y un tanto aquelárrico -una lectura 'romántica' hablaría de inquietudes del infierno-, nos sitúa en un mundo tenso, frenético, donde no hay lugar para la melodía. El Adagio, tiene una enervante inestabilidad tonal, pero también la serenidad que le da el 'Re' mayor. Es un canto emotivo a la divinidad en la que él se refugia -como le enseñaron en la infancia-, sobre todo en sus momentos bajos y de soledad; una divinidad de la que espera una sentencia suave, la paz y la misericordia final. Con toda la emotividad de la música romántica, ese bellísimo Adagio, es un bálsamo supremo. No pierde sentido que la obra quedara inconclusa. Quizás las últimas notas inviten a la reflexión y al recogimiento. Y uno sale -como en la música dramática wagneriana, que tanto tiene que ver en la inspiración de Bruckner- con la convicción de haber asistido a uno de los momentos importantes del mundo sinfónico de todos los tiempos. No creo que Barenboim -un conocedor a fondo de Bruckner y del universo wagneriano- nos decepcione estas tres noches en el Palacio de Carlos V. Aunque programar tres sinfonías consecutivas de Bruckner sea un reto con riesgo.

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