Farruquito, el renacer de un artista

Farruquito.
Jorge Fernández Bustos

30 de noviembre 2008 - 05:00

Farruquito cambia de registro. A los 25 años, y tras haber pasado una experiencia no muy agradable, extraflamenca por descontado, pasa a llamarse más que nunca Juan Manuel Fernández Montoya y emprende una carrera en solitario, sin su inseparable familia, sino buscando la extensión del lenguaje que él siempre ha practicado, con la pureza de sangre como blasón y la sombra del abuelo Farruco como enseña. Farruquito improvisa más que nunca, espera que su "luz interior" lo ilumine en cada instante, arropado por la música, por el cante, por un público incondicional que quiere tocar extremos celestes con los pasos de su ídolo.

El espectáculo comienza con un poeta, un pensador: Manuel Molina, sentado, asiendo una pluma, con fondo de piano, reflexionando en off sobre la pureza y la verdad. Es un patriarca, el contrapunto atemporal de esta obra. Todos los temas están cerrados. La función perfectamente hilvanada. Pero la frescura, la espontaneidad, son los momentos más sabrosos. Farruquito desprende naturalidad y buen gusto. Su baile, tremendamente masculino, se redondea. Sus arrebatos se dosifican, lo cual se agradece, y están más justificados que nunca. Sin embargo, el puro genio, el compás y la elegancia, marcas indiscutibles de su estirpe, rebosan en cada movimiento. El carisma que envuelve al bailaor hace que sobresalgan sus momentos en solitario, sin apenas acompañamiento que, en momentos, es excesivo. Exceso de orquestación y exceso de grito, redundando en un circo que sólo sirve para desvanecer la presencia del bailaor.

Un vídeo al fondo del escenario, con imágenes del pasado y del instante, nos ayuda a comprender el espíritu, la raíz a la que aludimos. Gallardía son los abandolaos sirven para presentar el recital, sobre todo las voces escogidas. De entre los cinco cantaores, con su valía individual, destacamos a Pedro Heredia. Farruquito entra en escena con el zapateado Lluvia de ilusión. De aquí pasamos a la fragua, a los martinetes, a uno de los momentos sublimes de la noche, que Manuel Molina introduce con un poema alusivo y los dos cantaores entonan al alimón, mientras el bailaor se incorpora golpeando el yunque a compás. La seguiriya Sentencia surge del fuego, del martillo, de las mil arrugas del maestro fragüero. Es la más fidedigna mirada hacia atrás, es el momento más añejo.

En las alegrías Sed soluble, que culminan en jaleos, aparece un Farruquito de blanco (de Victorio & Lucchino) esférico y brioso, en el que destaca su juego de brazos. Manuel tiene su momento con un poema por bulerías a su estiló, único, sideral. Los tangos representan una exclusiva muestra del cante femenino. Mientras la soleá Herencia pasa por ser un ceremonial, que termina con unas bulerías acompasadas sólo con palmas y tacón. La alabanza final, La fe del amor, sirve para presentar a los actuantes, que retornan con túnicas blancas y descalzos, dando a entender que ésta es la verdad, su verdad.

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