Crítica de Teatro

Un gesto suyo bastaría para humillar toda mi existencia

Silvia Marsó, en el centro, actúa durante la función de '24 horas en la vida de una mujer' en el Teatro Isabel la Católica.

Silvia Marsó, en el centro, actúa durante la función de '24 horas en la vida de una mujer' en el Teatro Isabel la Católica. / carlos gil

El halo de Stefan Zweig sobrevuela contundentemente por los anaqueles de la historia y la literatura. Su comprensión exige la calma del cerro sobre el relente del valle y la prudencia de quien se cree incapaz de atajar un objeto cultural con una primera revisión; por tanto, recuperar una de sus obras, como es 24 horas en la vida de una mujer, y lanzarla dramáticamente hacia una escenario resulta, ahora y siempre, intrigante y taimado. Sin embargo, el público que acudió con manido recelo al Teatro Isabel la Católica para contemplar esta adaptación musical, a cargo de Ignacio García, bajo la dramaturgia de Christine Khandjian y Stephane Ly-Cuong, halló sobre las tablas esa recuperación necesaria que los grandes textos exigen.

Dramatizar una obra narrativa siempre exige corregir y organizar ciertos aspectos, fundamentalmente espaciales, que deben ser presentados al espectador con sostenible verosimilitud; la elección para salvar este aspecto fue la de un eje narrador -herramienta que ha pasado de auxiliar a imprescindible en el teatro actual- que orientaba al espectador a través de los distintos lugares en que fluctuaba la acción. Este narrador -Germán Torres- trabajó como un demiurgo externo a la acción pero operante dentro de la misma, para producir un efecto de elasticidad y funcionamiento sistémicos. Sobre este demiurgo narrador, el cuadro textual fue calibrado con efectismo, y logró adaptar los presupuestos narrativos a los exigidos por la dramaturgia. De este modo, la acción -encarnada por Silvia Marsó y Felipe Ansola- no se encontró rígida, sino que logró acompasarse y presentar al espectador un objeto teatral bellamente organizado, todo ello a través de una reflexión sobre la moral individual, que puede, de manera proyectada, conseguir que el ser humano se desprenda de esos remordimientos que la convención social burguesa han construido.

En este caso, quien cargó con la adaptación textual fue el agente musical. No debe comprenderse esta musicalización de la obra como un aparato para aderezar la representación, sino que la representación misma fue construida como un musical íntegro, con objeto, igualmente, de dejar intacta la acción de la obra original. Por tanto, los instrumentos que velaban el escenario -Carlos Calvo, Marta Morán y Irene Celestino- no tenían como función ritmar la obra a modo de accesorio, sino que regularizaban estructuralmente la representación desde una perspectiva puramente musical; la música no es, por tanto, un brote escogido de entre el ramaje, sino el tronco nuclear de toda la representación. Desde aquí, la complejidad se presentaba a través del modo de ajustar las conjunciones vocales sobre la base instrumental, sin que la acción quedase contraproducentemente desplazada hasta el punto de terminar diluida por completo; sin embargo, el elenco logró saltar este obstáculo con acierto, dado que instauró sobre el escenario un dispositivo que velaba pacientemente por el espectador, con objeto de no desorientarlo ni distraer su interés en lo prescindible.

La ambientación escenográfica de Arturo Martín Burgos funcionó adecuadamente desde unos presupuestos líricos y realistas; cortinajes que evocaban el dosel, escaleras finiseculares, un piano ornamentado con motivos de mármol… Todo operaba de modo que las distintas fluctuaciones espaciales de los personajes resultaran, no solo verosímiles, sino también estéticamente delicadas y concretas. Igualmente, la conjunción lumínica -a cargo de Juanjo Llorens- apostillaba la escenografía, dado que también utilizó la capacidad de insinuación que procura el juego de sombras y contornos para magnificar cada cuadro en función de su importancia dentro de la representación; la iluminación funcionó, por tanto, a modo de marcador.

Puede decirse, en suma, que la propuesta de Ignacio García, parapetado por todo su elenco, rescató una obra capital de Stefan Zweig con toda su plenitud de sentido; el espectáculo no desorbitaba la acción ni la emborronaba, la calidad musical se ajustó con agudeza a las fronteras textuales, y los ritmos de la representación, a caballo entre la narración marcada y la urgencia de la actuación, lograron envolver el escenario en aquella sobriedad prudente que el escritor austríaco dispuso para polemizar sobre la moral inestable de toda una sociedad aherrojada por las exigencias de las comparaciones odiosas.

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