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Como el tiempo, de oro

  • La simbología y la perfección de la malagueña Rocío Molina en 'Oro viejo' transportan al público a un tiempo que pasa por todas sus fases: desde el vertiginoso de la niñez al sereno y amenazante de la vejez.

Con ella el tiempo vuela cuando le baila al compás de las manecillas de un reloj trepidante y se detiene cuando termina siendo engullida por la arena. Rocío Molina es en Oro viejo la encarnación del tiempo mismo con un baile que fluye por el escenario como la vida. Yendo del vértigo a la serenidad y de la serenidad a la tortura.  Parece mentira que siendo tan joven pueda bailarle con idéntica emoción a la niñez y a la vejez.  

La malagueña demostró anoche en el Isabel la Católica por qué es una de las mejores bailaoras de este siglo con una obra que estrenó en 2008 en la Bienal de Sevilla. Su principal virtud es que sin apenas adornos, casi desnuda, la obra es tan rica en símbolos que Rocío Molina crea una filosofía propia con su cuerpo como único lenguaje. Sus precisos movimientos de diosa egipcia del principio -geométricos o cubistas, según los críticos- casan a la perfección con otros que tienen más que ver con la fuerza y lo terrenal del arte flamenco: zapateados, quiebros, giros y contorneos difíciles de superar que disfraza, si acaso, apareciendo sobre el escenario con bata de cola o pantalones; con un sombrero o moviendo un abanico. 

 

Menos trascendental que en el Eterno retorno, la bailaora es aquí un testigo más del paso de los años. Más libre y más enérgica. Los minutos trascurren a lo largo de poco más de una hora desde la profundidad del prólogo, eterno,  a los momentos posteriores. Un tiempo tangible donde el espectador -porque lo ha vivido o escuchado del relato de sus mayores- tiene la sensación de estar sentado un día cualquiera de los cincuenta en el umbral de su casa. 

 

Suenan grabaciones de canciones antiguas junto a otras que canta en directo La Tremendita, una artista que nunca ha ocultado la admiración que siente por la bailaora. Será por eso que la conjunción resulta perfecta. De los pasodobles del principio, la sobriedad va tornando en sus contrarios gracias a la milonga de Marchena, la Falsa Moneda de Imperio Argentina, Limeña, un María de la O instrumental o la sensual guajira que creó el guitarrista Rafael Rodríguez Cabeza y que ahora es interpretada por Manuel Valencia. Rocío Molina va dejándose llevar por la corriente del tiempo. Sabe rodearse de un elenco que entiende bien sus premisas. Al baile, Eduardo Guerrero, David Coria y Adrián Santana acompañan a la artista lo mismo en los momentos irónicos que en los serios. A la guitarra, Valencia y Paco Cruz transportan con facilidad al público a los años de Oro viejo. Al pasado.

 

Es al final, cuando el tiempo se acaba, donde Rocío Molina llega a las cotas más altas de su Oro viejo. Amenazante y angustioso, el tiempo pende sobre ella en forma de reloj de arena y no puede más que sufrirlo. Se lo imagina la bailaora como una Tortura, una tortura china constante e inagotable que va derramando su agua en forma de granos de arena sobre su frente. 

 

El resultado es una obra donde la propia bailaora es como el tiempo: serena y trepidante. De oro.

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