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Lo que el viento se llevará

  • 'Arrugas', Premio Nacional del Cómic 2008, es una estupenda novela gráfica sobre la vejez y sus achaques que el dibujante Paco Roca ha hecho basándose en personajes e historias reales

Se lamentaba Mark Twain, con una ironía cortante como katana japonesa, de que lo mejor de la vida estuviera al principio, y lo peor al final. Si Dios existe, también debería rendir cuentas por esto. No es de recibo una disposición de la comedia que nos colma de energías cuando más protegidos estamos (o debiéramos estar) y nos las arrebata cuando más necesarias nos son. ¡Hay que joderse! Arrugas (Astiberri Ediciones), el flamante Premio Nacional del Cómic 2008, ilustra ejemplarmente esta disyuntiva, llevándonos lejos de los años de leche con galletas para arrojarnos al tiempo de la sopita caliente y las pastillas junto al vaso de agua, postre ingrato tras cada comida. El protagonista es Emilio, ex director de una sucursal bancaria, antaño hombre respetado por todos, quizás incluso temido; luego estorbo en casa y ahora recluido por su hijo en una residencia de ancianos. La culpa la tienen los socavones que, de vez en cuando, se abren en su recuerdo; aún no lo sabe, pero las termitas del Alzheimer están royendo el bosque de la memoria.

El paisaje y paisanaje de la residencia no pueden ser más desalentadores. En la sala de televisión los ancianos duermen mientras en la pantalla centellean documentales que nadie ve (Los ancianos también duermen en la sala de juegos, en la biblioteca, en las horas de gimnasia). Los que no duermen gustan de contar batallitas de medio siglo atrás, como Pellicer, que castiga a sus compañeros con recortes de prensa, amarillentos, de aquel campeonato nacional de atletismo en que ganó una medalla de bronce. Hay quien vive instalado en sutiles paranoias, como Carmencita, convencida la pobre de que los marcianos la abducirán en el instante justo de quedarse sola, de ahí que se pegue a los demás para escapar de una soledad doblemente espantosa. Y hay asimismo algunas gloriosas excepciones, como Miguel, soltero y sin hijos, que está en el asilo por propia voluntad y no conoce la vergüenza de haber sido desahuciado por la familia. Emilio y Miguel hacen buenas migas. Y éste ayudará al primero según el Alzheimer lo vaya acorralando, y los nombres de las cosas huyan de sus labios, y las ideas de su cabeza, y el ayer se imponga al hoy, pero no al mañana, pues no hay mañana en estos casos.

Paco Roca ha declarado que todo cuanto se cuenta en Arrugas es cierto. El personaje de Emilio está inspirado en el padre de un amigo; el de la viejita temerosa de la inconveniente presencia alienígena sobre la Tierra se parece a una tía suya; en una visita a una residencia para documentarse, el dibujante conoció a un tipo como Pellicer. Y sucede, al igual que durante la lectura, que la sonrisa se nos tuerce, la desdibuja un mohín de amargura, pues maldita la gracia del asunto, ¿no? El dramatis personae -un elenco retratado con respeto y ternura mayúscula- no es el único aliciente de esta pequeña joya (Pequeña por su formato y pretensiones, no por los resultados). Se debe destacar la extraordinaria labor de montaje, el empleo de un tempo narrativo lento, monótono e implacable, y la sutil subversión del punto de vista; en el relato hay abundantes fugas al interior de las fantasías de los residentes -por ejemplo, la viñeta que visualiza a esas criaturas cabezonas y verdes que asustan a Carmencita- con lo que el registro pasa de objetivo a subjetivo, y el naturalismo deja campo franco al ensueño, el dislate, el extravío. Con frecuencia, menos es más, y Roca prefiere restar a sumar: algún cuadro vacío, incluso alguna página vacía, ilustran a la perfección la caída de los protagonistas en el olvido.

Arrugas es una magnífica novela gráfica sobre la vejez y sus achaques que yo daría a leer a esos jóvenes que se consideran inmunes, y que deberíamos haber leído cuando nos creíamos inmunes. La verdad es ésta: si no nos quedamos en medio del camino, las patas de gallo, las canas o la calvicie, y el narizón a lo Groucho Marx aguardan su oportunidad para adueñarse de nuestro reflejo en el espejo. Y es que de este mundo nos iremos tal como venimos; sólo con lo puesto. A veces, tan desnudos de recuerdos como un bebé, ¡toquemos madera, diantre!, que nunca se sabe. La historia de cada uno de nosotros terminará necesariamente mal; es ley de vida. Así pues, los Happy Ends no tienen cabida. Las expectativas van de lo triste a lo terrible, y haríamos bien en no lamentar lo que el viento se llevó, sino temer por lo que aún se llevará.

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