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Los vivos y los muertos

  • La editorial Anagrama ha reeditado en su colección Compactos el 'Crematorio' de Rafael Chirbes, posiblemente una de las mejores novelas en español en la primera década del siglo XXI

Si tuviera que escoger una palabra para definir la obra de Rafael Chirbes me decantaría por "lucidez", aunque me tienten otras como "honradez" o "rabia", tan distintas. Chirbes es un escritor rabioso, de una rabia legítima pues, aborreciendo como aborrece de la mentira y la mezquindad, la triste impresión es que ambas nos alcanzan a todos, lo impregnan todo, de arriba abajo. Chirbes es asimismo un escritor honesto, uno que no engaña a sus lectores. En una ocasión, afirmó: "Me gusta que los lectores desconfíen de mí, de los escritores, de la cultura, que es una forma de imponer sensibilidades, visiones del mundo" (El Cultural, 27/12/2007), una de esas declaraciones que, al menos en mí, provocan una adhesión incondicional. Quienes piden que no confiemos en ellos merecen un voto de confianza… Rafael Chirbes, decía, es un escritor rabioso y honesto. También lúcido, pues tampoco se engaña a sí mismo.

Estamos hartos (al menos, yo estoy harto) de los "literatos con aureola", ésos que caminan por el mundo sin percatarse de que ésta es un accesorio que aporta bien poco a la obra; al contrario, la empobrecen de una manera espantosa (Podría dar varios nombres; me los callo). Chirbes reivindica la utilidad e incluso la urgencia del ejercicio literario, pero conoce perfectamente las trampas y limitaciones de este arte antiguo. Si la mayoría de los ciudadanos no tiene problemas para encender una o mil pantallas (que nunca faltan), pero le cuesta horrores abrir un libro (infinitamente más escasos), la triste realidad es que la literatura quizás cambie al autor o influya en alguien de su entorno, pero jamás de los jamases cambiará al vecino de casa, ni a la chica de la panadería, ni siquiera a un compañero en el trabajo, no digamos ya la sociedad… Esto, que ha sido así siempre, hoy lo es más que nunca. Y sin embargo, esos mesías de pacotilla, los que han descendido al mundo dispuestos a cambiarlo, son legión.

Bien, Rafael Chirbes no va de mesías, ni de pontífice, ni de párroco; por no servir, no creo que sirva ni de sacristán. Chirbes no practica una literatura afirmativa, sino una interrogativa. Una literatura que nos invita a mirar y a mirarnos. Una literatura que nos invita a mirar y a intentar que ningún árbol oculte el bosque. Una literatura que nos ayude, si acaso, a movernos en el bosque o en esa jungla de cemento de la actualidad. En El novelista perplejo (2002), Chirbes confesaba que los de su generación tuvieron que aprender a enfrentarse "al silencio de los vencidos que les impedían hablar porque habían decidido hacerlos herederos de su derrota" (se refiere a los vencidos de la Guerra Civil, al silencio que exigía la dictadura), y enfrentarse asimismo "a los gritos de los vencedores, cuya herencia era un ruido que impedía oír nada más que el estruendo de una música desafinada" (se refiere a los vencedores de la contienda, a la fanfarria del poder). Chirbes se ha negado a ser cómplice de un silencio vergonzoso y del estruendo general y, para quien quiera escucharlo, lo que dijo sobre la España de la dictadura en novelas como La buena letra, Los disparos del cazador, La larga marcha o La caída de Madrid lo ha dicho, lo dice y lo seguirá diciendo de esta sociedad, con esa honestidad, rabia y lucidez que decía al principio.

El suyo es un compromiso con el tiempo presente que comenzó de manera oblicua en su primera novela, Mimoum (1988), y ya de manera frontal en la segunda, En la lucha final (1991); un compromiso que se mantiene intacto en su última novela, recién reeditada. Crematorio, que empieza con el fallecimiento de Matías Bertomeu, parece describir el vacío o el extravío que deja una persona al morir. Empero, lo que se incinera en la ficción no es únicamente un cuerpo sin vida; lo que devorarán las llamas son los afanes de renovación o los más simples anhelos de dignidad de varias generaciones de españoles: los que crecieron en el franquismo y vivieron la Transición (la generación del propio Chirbes); también los afanes y anhelos, más borrosos tal vez, de esas generaciones más jóvenes para las que Franco es sólo un nombre vago en los libros de Historia y jurarían que esta sociedad de ahora ha existido siempre. En el crematorio de la novela arderán los deseos y las frustraciones de todos: los de nuestros padres, los nuestros, los de nuestros hijos.

Quizás en ningún ámbito como el familiar tiene sentido la cita de la Epístola a los romanos de San Pablo que abre el libro: "Nadie vive para sí mismo, nadie muere para sí mismo". Chirbes analiza el estamento familiar desde antiguo; en La larga marcha (1996) escribió: "La familia es el río por el que corre la vida". La familia le interesa como microcosmos, como grupo social en miniatura en donde se dan, con toda su intensidad, esas emociones que nos alegran la vida o nos amargan la existencia: amor, odio, comprensión, incomprensión, apoyo, rivalidad, soledad, dolor, y un largo, muy largo etcétera. En Crematorio dice: "Me hubiera gustado que la familia fuera un espacio de tregua. No tener que seguir luchando también con lo que debería haber sido lo mío, con quienes deberían ser los míos". El cadáver de Matías Bertomeu arroja a sus familiares y amigos a un abismo emocional, en donde habrán de vérselas con aquellas emociones que guardaban para sí. Si Gustavo Adolfo Bécquer se lamentaba de cuán solos dejamos los vivos a los muertos, en Crematorio, Rafael Chirbes habla de lo solos que los muertos dejan a los vivos.

El escritor propone un concienzudo análisis de la Sociedad del Bienestar. A uno le hubiera gustado que dicho análisis fuera en realidad una autopsia, pero no estamos hablando de un cadáver. Esta sociedad "egoísta" goza de una salud estupenda; es un animal lustroso, fuerte y dañino y los literatos con un poco de decencia tendrán que lidiar con él, tarde o temprano. Rafael Chirbes lleva toreándolo hace años y, haciéndolo, ha dado algunas de las mejores novelas en español de finales del siglo XX: La buena letra, La larga marcha… Con Crematorio ha ofrecido una de las primeras Obras Maestras del siglo XXI en nuestro idioma.

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