La Reconversión Agraria

La gran proveedora de ayudas, la industrial Alemania, lidera la Agenda 2030

La comunidad plurinacional que hoy se llama Unión Europea ha sido para España una fuente de desarrollo económico, y también un paraguas de cierta seguridad institucional para un país recién salido de una dictadura que sucedió a una despiadada guerra civil, y por tanto tendente a los ajustes de cuentas y a las inquinas silentes y enquistadas, a los rentables movimientos centrífugos de las regiones más prósperas y mimadas industrialmente por el franquismo. Europa ha sido para nosotros un ancla que nos permitía una estabilidad política y jurídica dentro de una modernización y un nivel de desarrollo que nunca hubiéramos alcanzado por nosotros mismos. A cambio, cedimos soberanía monetaria, fiscal y política; y lo dicho: jurídica. Y nos convertimos en un mercado estupendo para, fundamentalmente, Alemania: quid pro quo, do ut des. De Europa, cuando era la CEE, vinieron dos exigencias paradigmáticas de este intercambio de fuerzas. La primera era implícita: si quieres adherirte a Europa, debes estar dentro de la alianza de defensa occidental comandada por EE.UU., tras la bivalente promesa electoral de Felipe González: “OTAN: de entrada, no” (el finísimo lema vale lo mismo para un no rotundo que para un “ya veremos”). Un gobierno de mayoría absoluta socialista en 1981 no era moco de pavo. Un melón por calar. La segunda condición sine qua non para nuestro ingreso en el “mercado común” era completamente estructural y quirúrgica: España debía desmantelar, y por las bravas, toda su industria estatal: minería asturiana, altos hornos vascos, los restos de la nada competitiva pañería catalana, los astilleros gallegos y andaluces. La Reconversión Industrial nos imponía desde el Gran Norte un nuevo modelo orientado a la terciarización de la economía: la preponderancia de los servicios sobre la industria se tenía por un rasgo de modernidad, aunque contiene una posible perversión, porque el sector terciario es mucho más vulnerable que el secundario en tiempos de crisis (que son cada día más periódicas y variopintas gracias a la falaz bondad de la globalización).

Ahora pasa algo similar con el sector primario –agricultura y ganadería– y sus sucesivos eslabones agroindustriales. El agro se ha echado a la calle, ve su futuro y su estatus peligrar por la implantación sucesiva de los imperativos medioambientales de la Agenda 2030. Por la colisión de intereses que hace del mundo rural un espacio a reconvertir en una economía sostenible. De nuevo la competitividad es el bien superior, junto con la lucha contra el cambio climático... y el envío de la factura del gran financiador europeo y proveedor principal de ayudas, además de gran potencia industrial, Alemania. Hay otra diferencia: la Reconversión fue un impuesto de Europa dirigido a la meritoria España; la vigente revolución estructural que abandera desde Bruselas el desmantelamiento progresivo de la explotación económica del campo y del colchón burocratizado de la PAC aúna, sólo en cierta medida, a los agricultores de los miembros mediterráneos. Hay otra diferencia entre aquel desmantelamiento industrial sin anestesia de hace 40 años y esta primera gran operación continental de alma ecologista: mientras aquello fue contestado por la izquierda obrera, sindical y política –el sapo se lo tragó el PSOE–, esta reconversión agraria auspiciada por la UE encuentra su oposición frontal en los púlpitos de la derecha, sobre todo de Vox.

Los argumentos son muchos: el problema es extremadamente complejo. Pero quién quiere complejidad habiendo simplificaciones de trinchera. En realidad, en España al menos, cualquier cosa es un pretexto para hacer política de gañafón y garrafón... pero ese es otro cantar, uno que merece otra columna. O quizá, la verdad, no.

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