Salí el sábado hacia Málaga con el cuerpo hecho a que algo bonito iba a pasar. Quizás anestesiado por ver a los amigos que uno hizo allí en los años de carrera, y que nos juntamos con el fútbol como excusa. Hacía buen tiempo, hubo cerveza, y tuve la convicción de que el viaje ya había merecido la pena antes de saber el resultado final.

Pero lo que pasó en el campo superó la expectativa. Repito, antes incluso del gol de Montoro, que desde el fondo donde estaba situada la hinchada rojiblanca se saboreó durante dos segundos que parecieron horas.

Porque no fue por ganar, ni por el cómo, sino salir con la sensación de que nunca antes había visto esta conexión entre el equipo y su gente. La grada no dejó de animar y los once del césped no dejaron de correr y bregar. Todos. Ni uno se quedó atrás en la entrega por dar la primera alegría en Martiricos en más de veinte años. Ya tocaba.

He estado en el Bernabéu, en salvaciones agónicas como la de Valladolid o la del Pizjuán, en ese 1-4 para el recuerdo. Días clave para el devenir del Granada, de nervios y de dejarlo todo en la grada. Y repito, nunca vi esa conexión entre el campo y la tribuna. Nunca vi que lo que las voces y los cánticos transmitían se reflejara tanto en el campo. Quizás Alcorcón, en aquel ascenso, se acerque.

Este paso es fundamental para creer en los sueños, y en convertir a este equipo en algo más que un descuento para la permanencia. Ojalá esta magia no se acabe.

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