A propósito de Redford

20 de septiembre 2025 - 03:09

Hace un cuarto de siglo, la universidad pública ofrecía a sus profesores la posibilidad de crear unas asignaturas “de libre configuración”. Quienes proponían esas materias fuera de los itinerarios curriculares de sus titulaciones lo hacían por amor al arte, es decir, no se les computaban como carga docente. A cambio, era una oportunidad de crear e integrar, y en las aulas se daban cita estudiantes de cualquier carrera. Apenas nacía el sistema llamado de Bolonia, casi contemporáneo al extraordinario invento paneuropeo llamado Erasmus con el que los chavales estudian en otros países. Integración por la vía del saber.

Había asignaturas de libre configuración cuyas denominaciones pueden parecer de lo más peregrinas (me invento alguna: La Flauta Travesera en el Barroco de la España Citerior, La sexualidad de los Astronautas, Olivar y Género). Internet no imperaba antes del comienzo del XX y es difícil hallar listados. Se empezaba a hablar de créditos, que es como pasaron a llamarse las horas lectivas teóricas y prácticas. No existía la Aneca, la agencia que arbitra los méritos y la promoción de los profesores y/o investigadores, pastoreados al imperio del paper publicado en revistas de impacto, que no sólo constituyeron un negocio con ringorrango, sino que obraron el prodigio de que materias sociales, como la Economía de la Empresa, se evaluaran con criterios parejos a los de las ciencias experimentales, que en general cuentan con mayor “transferencia de la investigación”, esto es, utilidad social y no sólo promocional. De paso, quienes (cromañoides en fuera de juego) habían asistido a decenas de congresos y publicado cuarenta artículos en sus actas vieron como todo aquel esfuerzo tenía el mismo valor que un caramelo en la puerta del colegio. Una revolución. En riguroso inglés e inclementes revisores.

La docencia pasó a ser accesoria a la hora de prosperar. Aunque las publicaciones –no hablamos de Science o Nature, sino de la eclosión de Journals– pasaran desapercibidas para la sociedad por la que existe la Universidad. El incentivo pasó a ser el paper. Hacer consultoría esencial o pruebas periciales siendo, por ejemplo, economista o jurista, era sospechoso en el nuevo orden. Las desinteresadas libre configuración se fueron por el desagüe.

Tuve la confianza de Casanueva y Caro para integrarme en una de ellas, Cine y Gestión de Empresas, que fue premiada por “innovadora” en la universidad. Reconocida por cientos de estudiantes. Entonces no se decía transversal, pero vive Dios que lo era: gente de Económicas junto a otros de Derecho, Medicina, Filología, Arquitectura, Filosofía o Psicología, que se abrían y agregaban un bicho exótico a sus expedientes.

Traigo esto a colación porque una de las películas que daban palanca a aprender cosas de empresas, como la Planificación Estratégica, era El Golpe, con Paul Newman y el ahora difunto Robert Redford como protagonistas de un colosal timo a un canalla mafioso que había asesinado a un buen hombre y amigo de ellos. Nunca pensé que Newman y Redford podrían morir. Como las joyitas libertarias que eran esas asignaturas.

Descansen ellos y ellas en paz. ¡Oh melancolía!

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