Finalmente la enfermedad lo echó a la lona en el 74 round. Se nos murió el campeón de campeones mientras en nuestra memoria desfila en blanco y negro la épica de sus puños contra aquellos gigantes del ring: Henry Cooper, Sonny Liston, Floyd Patterson, George Chuvalo, Joe Frazier, George Foreman.

Nombres que suenan como artillería y que al proferirlos te duelen las costillas y la boca te sabe a sangre. Un rey del ring, ese deporte de suburbio en el que hay que abrirse camino a leches y donde nada se puede dar por hecho. Él, que tenía la lengua más larga que su propio crochet, dijo que era tan rápido que cuando apagaba la luz se metía en la cama antes de que todo el cuarto estuviese a oscuras. Aquella mariposa flotante que picaba como una abeja no le hizo falta siquiera rellenar sus guantes con rizos de mujer como hacía Arthur Cravan, el púgil poeta, Muhammad Ali se movía tan cautelosamente que parecía que bailaba un minué y sabiéndose grande, eligió él mismo, descendiente de esclavos, su propio nombre y su propio Dios.

Pájaro musulmán de vuelo limpio. La aurora lo encontraba entrenando y cuando sonaba la campana, con el sudor alzado, era una voluntad preparada para despedazar sin piedad a la otra esquina. Muhammad Ali mordió la vida sobre despojos de sus hermanos negros, y fue activista de derechos a medio camino entre Malcolm X y Luther King.

"Si amas a Dios, no puedes amar sólo a algunos de sus hijos" fue uno de aquellos uppercut que disparaba contra la ortodoxa guardia de la conciencia americana y que la dejaban groggy mientras sonaba aquella música de terciopelo de su gran amigo Sam Cooke. Luchó contra el Parkinson con su antigua rabia, haciendo todo el bien que pudo aún prendido con su hermético temblor. Ha muerto el gran Clay, cesó el vaivén de aquella espiga, se volvió ya lentísimo su tacto.

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