Diecisiete

Se pone el foco en lo inmediato a la vez que se olvida la larga historia común, la gran cultura compartida

De un tiempo a esta parte, coincidiendo con el agravamiento de la sempiterna crisis catalana y también con la irrupción, tan vinculada a lo anterior, del partido de don Pelayo, muchos políticos y periodistas repiten cansinamente eso de que no podemos tener diecisiete sistemas de salud o diecisiete normativas distintas a propósito de cualquier asunto. Es desde luego una objeción razonable, ampliamente compartida por otros ciudadanos que no cuestionan la autonomía de las comunidades ni su compatibilidad con el sentimiento de pertenencia a la nación española, pero lo cierto es que ha aumentado el número de quienes cuestionan abiertamente la estructura territorial del Estado e incluso señalan la calculada indefinición del texto constitucional en este punto como el origen de no pocas de las complicaciones actuales. Sabiendo que el problema de la vertebración viene de antiguo -un tanto fantasiosamente, Ortega lo remontaba hasta la monarquía visigoda- y que una solución al gusto de todos sería un empeño imposible, sigue pensando uno, frente al escepticismo de muchos compatriotas hastiados del particularismo denunciado hace cien años por el pensador madrileño, que el famoso café para todos no fue una mala idea. El ensimismamiento, la descoordinación, la legislación redundante e innecesaria o la multiplicación de las trabas burocráticas son algunos de los efectos, no por bien conocidos menos aparentemente irresolubles, de la gigantesca maquinaria autonómica, que una vez constituida aspira, para decirlo con Spinoza, a perseverar en su ser, es decir, a conservar su tamaño mastodóntico y las consiguientes redes clientelares. Pero el propósito de acercar la administración a los ciudadanos -no a los territorios, conforme a la engañosa metonimia nacionalista- obedece en todo tiempo y lugar a un principio universal del buen gobierno. A despecho de quienes desde dentro de ellas conspiran para derribar las instituciones, las comunidades 'son' Estado y hay otros en el mundo que tienen un grado parecido de descentralización, compatible asimismo con la integración en ámbitos mayores. La idea, ya decimos, no era mala, pero precisaba y precisa de grandes dosis de lealtad, solidaridad y cooperación para que en la práctica no degenere, como en parte ha sucedido, en una ingobernable suma de taifas. Vemos ahora cómo la deriva centrífuga se extiende al ámbito local, donde las provincias reproducen el patrón disgregador que acaso acabe trasladándose a las comarcas, a los pueblos, a las distintas zonas de un mismo barrio. Se pone el foco en lo inmediato a la vez que se olvida y margina la larga historia común, la gran cultura compartida.

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