Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Fieles al oro verde

Apuesto a que entre sus placeres de la mesa y, al mismo tiempo, entre los productos imprescindibles en su comer diario está el aceite de oliva (el virgen extra, comúnmente denominado ya AOVE). Imagino que, siendo usted español o leyendo en este idioma, no se privará del que llamamos oro verde, título merecido por sus cualidades, que lo hacen tan incomparable a cualquier otro aceite que diríase que es otro producto, harina de otro costal. Hubo tiempos –los 70 del XX– en los que algún lobby exterior con intereses competidores sustitutivos difundió que había otros mejores para el pan, el aliño, las sopas o los guisos, y hasta que el de oliva podía ser nocivo para la salud (algo similar sucedió con las sardinas). Desatino y afrenta saldados hace años.

Hay grandes placeres gastronómicos en España, campeona en lo del comer y beber. Al nivel del oro verde tenemos al jamón de pata negra, otra gloria nacional que no sólo pone turulatos a los guiris que tienen pesqui, sino que enloquece a los bebés –gente con criterio donde la haya– si se lo das a chupetear. Pero no comemos bellota a diario, salvo los devotos extremos; quizá unas lonchas de buena paleta asequible en la tostada de la mañana. Comer Joselito a diario no es asequible y casi que no está bien; no queremos ser pobres hartos de pan, repelentes nuevos ricos. Tampoco debe una persona tener siempre en la fresquera foie, caviar iraní, buey de Kobe y vinos impagables, porque correrá el riesgo de convertirse en un exquisito recargado que soñará con huevos fritos con chorizo y con cilindros de chóped Crismona.

El aceite de oliva es un privilegio sencillo, cotidiano, al alcance de cualquier ibérico. Está subiendo de precio de una manera rampante, algo que no deja de ser natural: la falta de lluvia es naturaleza. El futuro del aceite de oliva es en cierto modo nuestro futuro ecológico. La sequía compromete a la gente y a su biotopo; al aceite del desayuno, a la ensalada, a la salsa, al gazpacho y a los fritos –sólo los japoneses fríen como los españoles del sur–. Ahora, en estas horas de inflación subyacente y de pérdida de capacidad de compra en el supermercado, quizá convenga plantearse ostentar fidelidad a la grasa vegetal más saludable y deliciosa. En las malas se ven los buenos. Aun siendo reacio a las muestras fugaces de solidaridad, propongo un esfuerzo patriótico por seguir consumiendo aceite de oliva (lo poco que se oferte, se venderá). Nos quitamos esos euros inflacionarios de otra cosa, y a deleitarse. Es una buena causa. Para nuestro gozo, y para esa agricultura y esa industria. Ambas vitales.

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