El lanzador de cuchillos

Fútbol de barrio

Mi infancia está viva en aquellas tardes de fútbol callejero. El que haya vivido esa emoción nunca crecerá del todo

Dedicado al Granada CF, líder de Primera División

LOS viernes por la tarde, cuando salía del colegio, iba a merendar a casa de la abuela Concha y con mi pan con chocolate me bajaba a la calle a jugar al fútbol con los niños del barrio. Jugábamos un pie-cabeza, entre dos puertas metálicas, a menudo situadas en la misma acera. Todas las puertas metálicas del barrio de la Magdalena las había hecho mi bisabuelo y yo me sentía muy orgulloso de marcar en aquellas porterías fingidas, en cuyo cierre se podía leer: Rafael Martínez Vázquez e hijos. Era como jugar siempre en casa. Sin embargo, en cada partido, en mi mente infantil, la calle Buensuceso se transformaba en un estadio distinto. Unas veces jugábamos en el Ramón de Carranza; los días lluviosos, Buensuceso se convertía en Balaídos, el campo del Celta de Vigo, y nos pertrechábamos adecuadamente para afrontar el partido en un terreno de juego encharcado. Pero en las grandes ocasiones, la calle Buensuceso era el Estadio de Los Cármenes, y el Granada recibía, indefectiblemente, al Málaga, el eterno rival. Porque no sé si lo he dicho, pero mi equipo era el Granada, y yo Parits, aquel austriaco rubio que se trajo Candi del Eintracht de Frankfurt o de por ahí, que jugaba con el número diez, y era tremendamente elegante con el balón en los pies.

El partido comenzaba tras la severa advertencia de alguno de los jugadores de que no diéramos "boleones", no fuera a caerse la pelota al balcón que había encima del tapicero, porque en esa casa no vivía nadie. Y empezaban las carreras, los taconazos, los quiebros… que sólo terminaban cuando, ya bien entrada la noche, a través de los postigos abiertos, oíamos la sintonía del Un, dos, tres en los televisores del vecindario y alguien gritaba "el que marque, gana"; entonces el partido se ponía serio, porque no era cuestión de irse a dormir derrotado y y menos aún si, como sucedía tantas veces, la Nuni, así, con artículo, aquella niña que me gustaba tanto, estaba viendo el partido desde su balcón o sentada en el portal del 24.

Así, detrás de un balón o de una piedra, Buensuceso arriba, Buensuceso abajo, pasé mis primeros años. Dice Sábato que la patria de uno es su infancia. Es cierto, y mi infancia está viva, sobre todo, en aquellas tardes de fútbol callejero. El que haya vivido esa emoción, esa excitación, nunca crecerá del todo. Porque cualquier mañana, camino del trabajo, con el traje impecable y los zapatos relucientes, le llegará un balón suelto, embarrado y a media altura, y no podrá resistirse: lo bajará con el pecho y soltará un zurdazo que irá a clavarse en toda la escuadra del portón de la pescadería.

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