Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

Leer al peso

Los libros gordos no caben en las mochilas, llenas de productos baratos comprados en los mercadillos

Hasta hace poco, si te paseabas con un libro debajo del brazo, te podían llamar sobaco ilustrado, pero también podías pasar por culto. Y si te sentabas en un restaurante, mirabas unos segundos pensativo al techo, sacabas libreta y lápiz y te ponías a escribir, se te podía confundir con un intelectual o con un espía de los premios Michelin. Después de los atentados de Atocha, mucha gente leía en el metro de Madrid, para combatir el miedo. Hoy, en el transporte público, la gente es más de móviles que de libros. Ahora que viajar en metro o en autobús me resulta más cómodo y barato, suelo llevar un libro en la mochila y lo saco para leer en trayectos largos. He tenido que renunciar al Quijote, 937 g, a las obras completas de Platón, 778 g o a Los pilares de la Tierra, 665 g, porque no me caben en la mochila o, si caben, no dejan espacio para la bolsa de berenjenas y pimientos ni para la media docena de huevos. El ebook, 230 g, había sido una solución, pero como ahora compro en los mercadillos, donde las verduras y la fruta me salen mucho más baratas, hasta esos 230 gramos sobran. Pero entre mis libros, en los que me he gastado el dinero en lugar de comprarme un apartamento en La Herradura, y con los que, a día de hoy, no sé qué hacer porque no me los quiere nadie, ni al peso, he encontrado ejemplares de Alianza Cien que pesan poco y se deslizan en mi mochila, sigilosamente, entre los calzoncillos, 4 por cinco euros, los kiwis, 1 kg , un euro; peras conferencia maduras, 2 kg, un euro, y los tomates en sazón para ensalada, 500 g, un euro. Y se agazapan, esperando la mano lectora que los reclame. Gracián, 47 g; Kafka, 39 g; Leonor de Aquitania, de Duby, 44 g. Y vas en el autobús, leyendo el librito, como un gilipollas, pero nadie te mira, porque están mirando las cosas de su móvil. La colección es de los 90. Sus promotores pretendían, supongo, poner al alcance de todos las mejores obras de la literatura y del pensamiento universales, en condiciones óptimas de calidad y precio. Y visionarios, los editores invitaban a los lectores de los 90 "a leer, aprovechando los escasos momentos de ocio creados por las nuevas formas de vida". Pensarían en ayudar así a las clases populares a ser cultas para ser libres. Pero de buenas intenciones está empedrado el camino del fracaso. ¡Ustedes mismos!

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