mar adentro

Milena Rodríguez / Gutiérrez

Nadie

SEGURO que no tendría página web donde dijera que era la poeta más importante de Nueva Inglaterra. Seguro que no la invitarían a la Feria del Libro ni al Festival de Poesía. No la conocería nadie y ella escribiría sus poemas sin que nadie lo supiera; al menos, no los extraños, sólo los más cercanos.

En Amherst, Massachusetts, en medio de un paraje algo escondido, está la casa de Emily Dickinson. Amherst es un pueblito pintoresco; pocas casas, bajitas, calladas y una preciosa, impresionante naturaleza: árboles gigantescos, ríos, lagos, pájaros... La casa-museo de Emily Dickinson se parece a Emily Dickinson. También se le parece la guía que nos hace la visita, que habla bajito, como susurrando o cantando, que sonríe suavemente y habla de Emily, de sus hermanos Austin y Lavinia, de su amiga Mabel que fue quien publicó los poemas después de la muerte de Emily, como si fueran su propia familia. Está prohibido hacer fotos y tampoco se puede visitar la casa sin las palabras de la guía. Sobre el piano del salón aparece bien visible el cartel: "No tocar". Todo es íntimo y silencioso; se siente como si te estuvieran enseñando un secreto al que sólo te permiten asomarte por un momento. ¡Qué distinto al bullicio y al jolgorio hispánico, incluso en los museos, donde cualquiera se sienta a tocar el piano de Lorca como si le perteneciera desde siempre! En el piso de arriba, la habitación de Emily; casi se oye respirar. Todo es austero, humilde, sólo lo imprescindible: la cama con su cabecero de hierro, el quinqué en la mesita de noche y los dos pequeños libros, el traje blanco de los últimos años...; "ella era bajita, muy bajita", insiste la guía. Luego, en el piso de abajo, la biblioteca del padre donde Emily aprendió tantas cosas, con los libros que quedan; "casi todos están en Harvard", dice orgullosa la guía. Y desde la ventana abierta se ve el jardín, los manzanos, el paisaje que ella vio.

El tren se aleja de Amherst. Y recuerdo a Sor Juana y a Santa Teresa. Y a Dulce María Loynaz, a Fina García Marruz. Mujeres nadie que escribieron no para publicar, no para ser aplaudidas. Recuerdo también a las dos poetas que me hablaron de Emily Dickinson con emoción: Ángeles Mora en Granada, Márgara Russotto en Amherst. Hacer la obra, incluso sin creer que se hace. Hacer la obra, no el ruido. Y en el libro, saltan los versos de Emily Dickinson, "Yo soy nadie", en la hermosa traducción de Silvina Ocampo: "¡Qué horrible - ser - alguien! / Qué impudicia -como una rana- / Decir vuestro nombre -todo el santo día- / a un admirativo pantano".

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