Cambio de sentido

Obras completas de Ibáñez

Siento infinita ternura por Rompetechos, fui Sacarino, Mortadelo es mi Proteo pop

Entra Mortadelo a una biblioteca huyendo de los malos y, para disimular, pide las obras completas de Ibáñez. “¿Prefiere comenzar por La barraca o por Cañas y barro?”, pregunta la bibliotecaria. “¿Tiene Pepe Gotera y Otilio?”, responde mi superhéroe de Bruguera. Es de los míos. Igual me pillan en un renuncio si me encargan el obituario de algún autor con cara de dolerle la almendra, soy lectora desordenada y outsider, pero del historietista Francisco Ibáñez me las sé todas.

Va a ser imposible escribir este artículo sin caer en la nostalgia colectiva; a lo más que puedo aspirar es a contarlo a mi manera. Mi madre me tenía racionados los tebeos, que eran mi delirio. Elaboró la teoría de que aquello no era leer, sino mirar, y me los sustituía por exasperantes versiones infantiles de Novelas ejemplares o la Biblia. Tardé en reconciliarme con Cervantes, y más aún con los dioses. Yo sólo quería leer-mirar mortadelos, como mi padre, que era un veinteañero que curraba dando portes con el dumper y leía cualquier cosa que cayera en sus manos. Sabía cuándo mi viejo estaba con un Mortadelo o un Astérix, porque lo oía reír y eso me daba más risa a mí. Era una carcajada exclusiva de viñetas. Un amigo del cole me confesó dónde guardaba sus mortadelos: en la bañera del cuarto de baño chico. Descorrió la cortina y nos zambullimos dentro. Puedo afirmar que, literalmente, me he empapado de la obra de Francisco Ibáñez. A pesar de (incluso, diría que gracias a) constar en el materno index librorum prohibitorum, me la sé de memoria, desde las historietas que resolvía en una sola página a las extensas. No exagero, le he dado cientos de lecturas a cada una de las hazañas.

No me den a elegir entre sus personajes, que no puedo. Siento infinita ternura por Rompetechos, fui Sacarino, Mortadelo es mi Proteo pop, he estado liada con el moroso de la buhardilla del 13 Rue del Percebe. Era verdad: en esas viñetas me dedicaba a leer-mirar y eso, lejos de ser una rémora, me enseñó un poquito a decir y ver. Si me fuerzan a escoger sólo una cosa de Ibáñez, me quedo con los detalles visuales delirantes con los que me explotaba la cabeza: un ratón en moto, una muela incrustada en un balón, aviones con retrovisores, una pistola con tubo de escape... Hoy, invoco a Ibáñez para que la T.I.A. y el C.U.L.O. revienten las arteras estrategias de odio desplegadas en estos días. Que éste que acabe como en la última viñeta: por Marte o en lo alto de un iglú.

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