La columna

Juan Cañavate

jncvt2008@gmail.com

Reflexiones contra el odio

Hay quienes piensan que el dolor se transforma en odio porque sí, y se dedican a hacernos daño pensando en despertar nuestro odio

La primera vez que leí Hamlet, debía andar por los diez años, trastoqué, al leer, las letras de la palabra oído y quedé convencido de que el padre del príncipe de Dinamarca había muerto porque alguien le había envenenado el odio.

Así de tierno e inocente era yo, además de un poco repelente, lo reconozco. Tanto como para pensar que el odio puede llegar a ser una enfermedad de la que te puedes morir si la cosa es grave, y así anduve bastante años convencido de que Shakespeare, que había asumido en su obra la dura tarea de poner orden en el universo mental del estado moderno, también le había dedicado, además de a los celos de Otelo, la ambición de Macbeth, la avaricia de Shylock o la disolución de las fidelidades clánicas de Montescos y Capuletos, un pequeño apartado de su obra a normalizar el odio. Y, por eso, escamado con la paradoja de Hamlet más que con las fábulas de Esopo, me dediqué, por razones terapéuticas, a intentar no odiar a nadie, no fuera que.

Pasaron algunos años hasta que después de releer la obra, comprendí que no, que al rey no le habían envenenado el odio, sino el oído y el descubrimiento supuso tal trauma que, como verán, aún sigue siendo para mi un motivo de profunda introspección.

Desde esa experiencia chocante, el odio me resulta un sentimiento extraño. No negaré que la ira me ha llegado a arrebatar más veces de las que me hubiese gustado, pero no consigo recordar a alguien o a algo a quien haya odiado con suficiente intensidad como para que forme parte de mi memoria. Me cuesta incluso imaginar lo que se siente cuando se odia y no recuerdo el día o la noche en que la mentira, la ofensa, la humillación, el desprecio, el dolor…, esas pequeñas cosas que forman parte de nuestra vida cotidiana, se me haya convertido en odio hasta acabar conmigo, como pensé, en aquellos años de mi infancia, que había acabado con el rey de Dinamarca.

Alguien me preguntaba hace unos días con una cierta sorna: ¿Aún no me odias?

Y llevo días preguntándome si existe una física o una química del odio, si actúa por acumulación o por reacción, si de pronto hay un límite que se traspasa o es sólo que dos elementos desconocidos reaccionan entre sí. Pienso desde entonces en los cambios cuantitativos y cualitativos o en si pudiera ser posible un materialismo histórico del odio que explique las razones objetivas y subjetivas por las que de pronto uno empieza a odiar y creo que no.

Hay quienes piensan que el dolor se transforma en odio porque sí, y con ese argumento pueril, irreflexivo, débil, se dedican con ahínco a hacernos daño pensando que conseguirán despertar nuestro odio. Pero no saben que es inútil su esfuerzo; que casi seguro que nos harán llorar, pero que conseguir que les odiemos está fuera de sus posibilidades. Esa es su debilidad y nuestra fortaleza.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios