No hay nada más entrañable que una persona de ciudad que añora en el campo. Son esos seres a los que no le queda más remedio -o quizás se excusan así- que el de vivir en la metrópoli y no poder disfrutar el aire fresco de la naturaleza. Se sienten extraños entre semáforos y paredes pintadas y sueñan con un retiro en sitios tan espectaculares como el Valle de Lecrín. Lugares donde hay proyectos como el de las torres de alta tensión que romperían la tranquilidad, la estética y la singularidad y ante los que urbanitas sensibilizados no están dispuestos a plegarse.

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