Estremece la saña con la que un asesino sigue hincando el cuchillo en el cuerpo exánime de su víctima. Pero sigue y sigue hasta que alguien le arrebata un arma ya inútil. Odio y miedo a que el cadáver, por virtud de un ensalmo demoníaco, reviva. Les pasa a los individuos, les pasa a los pueblos. Israel golpeando incansable a un agonizante Estado Palestino, arrebatándole sus tierras, plagiando La solución final que acabó con 6 millones de judíos. Pero sin que nadie detenga la mano asesina del Netanyahu de turno; ni su valedor, EEUU, ni la Comunidad Internacional paran este holocausto. La muerte política de Pablo Iglesias ha sumido en la orfandad más a sus enemigos que a sus partidarios. Aquellos siguen golpeando con saña su cadáver, aplastándolo con los insultos más atroces, tirándole de la coleta o del moño, enarbolando maduros, comunismos bolivarianos u oxidados castrismos. Pablo Iglesias ha sido, en mi opinión, un mal político, y los más perjudicados por sus errores no han sido ni los ricos ni la birriosa libertad de Villa y Corte; han sido aquellos a los que dijo venir a servir. La tarea no era fácil: conducir la rabia que terminó explotando el 15-M. Su mayor equivocación, y la de su partido: no saber de dónde le venían muchos votos. Quizá pensó que se los había ganado por su cara bonita de estudiante universitario disruptivo, acostumbrado a brillar en las asambleas de la facu con su verbo fácil e incendiario. Sermoneó al país, nos trató a sus posibles votantes como a alumnos abducidos por sus clases, tomando apuntes para nota. Olvidó -algo grave en un profesor- que el hombre es un animal simbólico y cambió Vallecas por la Moraleja. Abrazó al escurridizo Sánchez, tras la firma del pacto de Gobierno, con el torpe abandono de una Santa Teresa en éxtasis. Quizá no llegó a él, pero puso cara de haber alcanzado el clímax. Se marchó y volvió de la mano de un cartel nada feminista, con aires de macho alfa. En fin, un político incapaz y fracasado que, al no poder cambiar el mundo, le regañaba. Los que le odiaron o temieron ahora lo rematan. Como si se hubieran quedado huérfanos, sin saber dónde verter la hiel que les rebosa. Les molestó la disrupción de su coleta, y ahora, sin coleta, les subleva su aspecto de muchacho decente y aseado. No pueden soportar su condición de ser humano.
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