Acoso escolar (II). Responsabilidad compartida

07 de noviembre 2025 - 03:07

Javier, el padre de David, se sentó con Ricardo, padre de Mateo. No había hostilidad entre ellos. Sólo frustración mutua. “Mira, Ricardo”, dijo Javier con voz calmada, “David no quiere ir al colegio. Lo está pasando muy mal”.

Sé que Mateo tiene un problema que va más allá de ser solo un ‘niño malo’. Marta dice que es inteligente, pero está sufriendo a su manera. Y yo la verdad es que lo percibo. Lo conozco desde pequeño y sé que esta situación sólo es fruto de desencuentros con su propia vida y sus emociones”. Ricardo bajó la cabeza. “No sé, la verdad. Siempre obsesionados con trabajar, con proveer económicamente… quizá cometimos el error de creer que nuestro rol se limitaba a mantener, mientras el del colegio era educar. Cada vez que llaman de la escuela, mi única respuesta es el enfado, la bronca inmediata con Mateo. Le grito, le exijo que debe comportarse, pero nunca me detengo a enseñarle realmente cómo manejar la rabia, la frustración, sin recurrir a la agresión o al abuso de poder. Esa enseñanza, la emocional, la cívica, la descuidé por completo, creyendo debía corresponder al colegio”.

Javier asintió, reconociendo ese fracaso compartido. “Mi error fue delegar la solución al centro educativo. Exigimos a los profesores que reparen lo que nosotros rompemos en la rutina diaria del hogar. La escuela puede y debe enseñar el currículo, las normas de convivencia y las consecuencias de incumplirlas, sí, pero el valor fundamental del respeto, la empatía y la gestión de conflictos tiene que ser el ancla inicial, forjada en casa. Ningún protocolo escolar, por brillante que sea, puede sustituir la conversación diaria sobre los límites y las emociones”.

Concluyeron que la culpa no podía recaer exclusivamente en la institución. Su siguiente paso sería la colaboración activa, no la queja. Mateo necesita un modelo que le enseñe empatía y autocontrol; David requiere un entorno de apoyo sincero para salir del aislamiento. El acoso no es un fallo aislado del sistema educativo, sino el síntoma doloroso de una sociedad que ha externalizado y abandonado la enseñanza esencial de lo humano: la educación emocional y cívica. El respeto a los demás no es una materia a impartir en horario lectivo ni una estrategia política para tiempos de elecciones; es una tarea comunitaria, ineludible y continua, que comienza y se sostiene desde la responsabilidad de cada familia.

A los padres de David y Mateo, hoy les debemos un proyecto pionero: Padrinos del respeto.

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