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La chica y el libro

No dijo ese libro no es mío, sino “eso”, con un desprecio que me dolió en el fondo del alma. Ya me extrañaba que fuera tuyo, pense

Hace tiempo que no veo a nadie en el autobús leyendo un libro o un periódico. Antes sí era más usual ver a pasajeros con un libro abierto, pero ahora casi todo el mundo que está absorto en la pantalla del móvil, leyendo o escribiendo mensajes, viendo videos de Tik tok o hablando con los auriculares puestos. Me acuerdo que cuando estudiaba en Madrid una de mis aficiones era montarme en el metro o en cualquier autobús y descubrir lo que la gente leía. Un día hice tantas piruetas con la cabeza para ver el título de un libro que una chica leía, que la aludida debió pensar era tonto o que intentaba intimidarla. La muchacha, tal vez asustada por mi comportamiento, se bajó en la siguiente parada y yo, pardiez, no pude ver el título del libro. Como dijo una vez Antonio Tabuchi, todos los que escribimos somos un poco voyeurs, todos espiamos un poco la vida por el ojo de la cerradura.

Hace unos días me monté en el S2, el autobús que va de Villa Argaz a Puerta Real. Sobre un asiento vacío vi un libro. Era uno de Umbral: Mortal y rosa. Pensé que podría pertenecer a una joven veinteañera que iba en el asiento de al lado, pero un vistazo rápido a su figura me hizo sospechar que no era así. Llevaba un maquillaje extremo, con una camiseta corta que dejaba las mollas al aire, leggins de color negro y con zarcillos en los que se podía columpiar un chimpancé.

Además, durante todo el trayecto tuvo su mirada fija en la pantallita del móvil. No la veía yo como posible lectora de aquel libro, pero seguramente me equivocaba porque, como dice el refrán, las apariencias engañan. Íbamos solo cinco o seis personas en el autobús. Yo me monté atrás y observé durante un buen rato del trayecto a la chica, que en ningún momento se interesó por el libro. Cuando se iba a bajar en la plaza Fontiveros, le grité: “¡Oiga!, ¡que se deja usted el libro!”. La chica se dio la vuelta, miró a donde estaba sentada y respondió: “Eso no es mío. Estaba ahí cuando me monté”. No dijo ese libro no es mío, sino “eso”, con una frialdad y un desprecio que me dolió en el fondo del alma. Ya me extrañaba que fuera tuyo, pensé. Total, que esperé a que los pocos viajeros que iban se bajaran en el autobús para cogerlo y meterlo en mi mochila. Ya voy por la página 110. Es genial.

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