La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
Cuando lean estas líneas probablemente ya, Daniel, un niño de 11 años, haya sido entregado a su padre, Francesco, para regresar a Italia, después de vivir ocho meses en Maracena con su madre Juana. Tanto el uno como la otra, con la imprescindible colaboración de la justicia, han protagonizado esta semana uno de los circos más impresentables que recordamos, en el que el menor ha sido víctima de una exposición, manipulación y utilización intolerables.
Hay decisiones judiciales que, aun revestidas de total legalidad, resultan incomprensibles. La justicia española, incluido el Tribunal Constitucional, ha avalado que un niño vuelva al domicilio de quien está imputado por maltrato a ese mismo menor. Todo ajustado a Derecho, seguro. Pero ¿y el sentido común? ¿Dónde queda la protección del menor? ¿En qué rincón oscuro del proceso judicial se ha extraviado la más elemental noción de justicia?
La escena de la entrega fue demoledora: el niño, desesperado, suplicando no irse con su padre, la impresentable “asesora” de la madre actuando como maestra de ceremonias, el dramático paseíllo de Juana rodeada de decenas de cámaras... No hay metáfora aquí, no es literatura: un menor llora, grita y se aferra a su madre, mientras las instituciones lo conducen a los brazos del hombre que será juzgado por presuntamente haberle causado daño. ¿Es esta la justicia que garantiza el interés superior del menor?
El caso Juana Rivas ha sido, desde el principio, un sindiós jurídico y social. Lo que se exige ahora va mucho más allá de un caso personal, se impone la entrega de un menor a quien está bajo sospecha judicial por malos tratos. ¿Por qué tanto apremio? ¿Por qué no esperar al juicio en septiembre y garantizar mientras tanto la seguridad del menor?
Es cierto que la justicia no debe legislar al compás de titulares. Pero tampoco puede vivir de espaldas a la realidad social. Si la ciudadanía percibe que las leyes –y quienes las aplican– no protegen lo esencial, como es la seguridad de un niño, entonces el problema no es la opinión pública: es la justicia misma.
Este caso clama por una profunda reflexión sobre los criterios con los que se adoptan decisiones en materia de menores. Porque si los jueces consideran que su única tarea es aplicar fríamente lo escrito, alguien debe recordarles que el Derecho, sin humanidad, se convierte en una maquinaria cruel, capaz de producir monstruos perfectamente legales.
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