Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
El eco del dolor humano resuena en redes, amplificado por algoritmos que buscan la controversia. La miseria es moneda de cambio, una mercancía expuesta sin pudor en escaparates digitales. Hay quienes, como buitres, se posan sobre la carroña de la desgracia ajena para ganar visibilidad. El llanto de la víctima, la desesperación del desahuciado, la mirada perdida del migrante… todo es oportunidad para un tuit dramático, un discurso apasionado, una fotografía conmovedora que busca el “me gusta”.
Las pantallas se llenan de tragedias ajenas. El sufrimiento se politiza, se divide en bandos. Unos utilizan una crisis humanitaria para atacar a sus adversarios. Otros para justificar sus políticas. La empatía, ese lazo invisible que nos une, se rompe y se sustituye por la utilización cínica de la pena. Las lágrimas de una madre no son ya la expresión de un dolor inmenso, sino un arma arrojadiza que suerge en el mejor momento del juego sucio de la política.
Solo resta esperar que el alma de quienes hoy instrumentalizan el dolor, algún día se marchite. En 2025 sigue siendo insensible a la verdadera magnitud de la tragedia. La muerte de un niño en una guerra no representa más allá de una estadística siempre manipulable, una cifra usada para mover conciencias en función de un interés particular. La indignación selectiva es una herramienta de control, un filtro moral que se activa siempre y cuando el dolor ajeno pueda servir a una causa.
Pero, ¿saben?, la dignidad humana no es un lienzo en blanco sobre el que pintar estrategias políticas. La desgracia no es un espectáculo, ni un eslogan. Y el dolor, el verdadero, el que se siente en el silencio de la noche, el que no tiene público ni aplausos, ese dolor es sagrado. No se puede comprar, ni vender, ni utilizar. Es un abismo en el que se hunde el alma y del que nadie, por poderoso que sea, puede sacar provecho.
Los políticos oportunistas, los influencers del dolor ajeno, los periodistas sensacionalistas, todos construyen fama y poder sobre cimientos podridos. Se alimentan de la desesperación, se nutren de lágrimas. Pero la empatía no necesita cámaras. El respeto por el dolor ajeno no busca aplausos, sino silencio. La única bandera que vale la pena izar es la de la humanidad compartida, esa que nos recuerda que somos frágiles, que todos podemos caer.
Y que la única forma de levantarnos es ayudarnos. Sin pedir nada a cambio. Nada.
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