La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
La Real Academia Española define la empatía como la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. El día que lo explicaron en clase nuestros políticos hicieron pellas.
Cada nueva crisis que atraviesa este país deja algo más que daños materiales, víctimas o estadísticas frías. Deja, sobre todo, un rastro desolador de indiferencia institucional. Porque si algo se está erosionando a pasos agigantados en la política española es la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de escuchar su dolor y de asumir responsabilidades cuando toca.
Ahí están los últimos ejemplos. En la Comunitat Valenciana, la dana ha golpeado con fuerza a miles de ciudadanos, y mientras las cámaras recogían calles inundadas y hogares arrasados, las conselleras Pradas y Montes y el propio president Mazón parecían más preocupados por salvar la imagen que por atender a los afectados. Declaraciones frías, tardías, medidas escasas y una escenografía de despacho mientras la gente lo perdía todo.
En Andalucía, la consejera de Salud, Rocío Hernández, ha gestionado el cribado del cáncer de mama con una frialdad escalofriante. Mientras cientos de mujeres con mamografías dudosas llevan meses esperando una respuesta, una cita, un diagnóstico, la respuesta institucional ha sido negar la gravedad de su incompetencia, culpar a as víctimas de politizar su tragedia, infantilizarlas, como hizo Bonilla, con su esperpéntica “explicación” y cuando ya no les quedaba más remedio cesar a la consejera .
Lo mismo ocurre a nivel estatal con la ministra de Igualdad, Ana Redondo, que ha optado por una gestión inexplicable ante los fallos del sistema de pulseras telemáticas para agresores machistas. Fallos que han acabado con una alarma generalizada entre las víctimas. ¿Dónde está la reacción política, el duelo público, la voluntad de mejorar el sistema?
Y qué decir de Isabel Díaz Ayuso y los 7.291 mayores que murieron en residencias madrileñas sin ser derivados a hospitales durante la pandemia. Nunca una presidenta mostró menos compasión, ni una pizca de arrepentimiento, ni la intención de rendir cuentas, convirtiendo la desmemoria en estrategia y el desprecio por los vulnerables en bandera.
Se puede gestionar mal. Se puede incluso errar. Pero lo que no se puede –ni debe– permitir en democracia es gobernar sin alma. La deshumanización en la política no solo es inmoral: es peligrosa. Cuando los dirigentes pierden la empatía, lo siguiente que perdemos somos nosotros.
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