Mar adentro

Milena Rodríguez / Gutiérrez

El erizo

EL ambiente de las Navidades acaba contagiando a los que no creen en ellas. Y es que en el fondo a casi todos nos gustan las celebraciones y las fiestas con sus comidas y bebidas; compartir con amigos y familiares; despedir el año que se va y prepararse (hasta donde sea posible) para recibir el que viene. Los que creen en las Navidades tienen muy claro qué hacer en ellas. Los desconfiados, los incrédulos, los apáticos, los ambiguos, los escépticos, a menudo se contagian, se dejan arrastrar por los militantes o convencidos navideños de un lado a otro, aunque siguen sin saber dónde detenerse, cómo colocarse, cómo hacer para que nadie perciba sus emociones o sentimientos diferentes. Quizás una buena recomendación para escépticos de las Navidades, en los finales de este año, sea ir al cine, a ver esa película francesa titulada El erizo. Es una película rara, de una rareza entrañable. Una película con tres personajes extraños: una niña-genio que a veces resulta admirable y otras, insoportable; una portera enigmática que aparenta lo que no es (o no aparenta lo que es) y un japonés (ser japonés ya es de por sí rareza suficiente como para necesitar añadir ningún adjetivo).

El erizo no es, desde luego, una película navideña; es una de esas películas para cualquier momento del año o de la vida, y quizás, por eso mismo, sea una buena propuesta para escépticos de la Navidad. Es, entre otras cosas, una película sobre inadaptados. Es, también, una película sobre los escondites que buscamos cuando no somos (o no queremos ser) como los otros; o cuando no queremos que los otros nos vean como somos: una cámara, el trabajo en la portería de un edificio, un plan suicida. Y una película sobre cómo salir de esos escondites, o a quién enseñárselos. Al final, desde su rareza, la película termina apostando por las cosas de siempre, cosas comunes, de todos los días: el amor, las relaciones humanas, la amistad.

La Navidad, después de todo, puede ser también otro escondite. Un escondite desde el que se arregla, se adorna, se engalana el pasado y el futuro. Terminamos, ya lo he dicho, metiéndonos todos en el escondite porque, sin duda, resulta mucho más confortable estar allí que a la intemperie. La Navidad, quizás, es como el trabajo en una portería, algo que nos protege. A lo mejor, a pesar de todo, en este caso, no merezca la pena salir afuera; sino más bien llevarnos a alguien con nosotros, para que nos acompañe. Así, pues, a todos, convencidos y escépticos, militantes y apáticos, feliz navidad; o, acaso, mejor dicho, feliz escondite.

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