La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
Granada llevaba décadas esperando este momento, casi convencida de que la guía Michelin era un territorio vedado, un club exclusivo al que la ciudad nunca terminaría de acceder. Cada año se renovaban las esperanzas y, acto seguido, llegaba la resignación: ningún restaurante granadino lograba la ansiada estrella. Y empezó a calar una idea tan injusta como cómoda: que aquí, tierra de tapas generosas y barras bulliciosas, no había espacio para la alta cocina. Que nuestras virtudes populares eran, paradójicamente, nuestro lastre. Hasta que Faralá rompió el maleficio.
La primera estrella Michelin de Granada no es solo un reconocimiento culinario: es una reparación emocional. Es la prueba de que la tradición no excluye la excelencia, de que la cocina de autor puede surgir también donde el tapeo es identidad, cultura y rito social. Faralá ha demostrado que no había incompatibilidad, sino prejuicio. Y que para alcanzar la excelencia hacía falta, simplemente, creer que era posible.
En una ciudad eminentemente turística, esta estrella tiene un valor multiplicado. No se trata únicamente de atraer a ese viajero que construye su ruta siguiendo el brillo de las estrellas culinarias –que también–, sino de ampliar la narrativa de Granada. La ciudad ya enamora con su patrimonio monumental, su vida universitaria, la magia de sus miradores y el esquí a cuarenta minutos del centro. Ahora suma otra dimensión: la de ser un destino gastronómico serio, capaz de crear experiencias que trascienden el plato y que dialogan con su cultura, su historia y su sensibilidad.
Pero quizá lo más importante es lo que esta estrella despierta dentro de la propia ciudad. Granada vive a menudo atrapada entre una melancolía orgullosa y un complejo de inferioridad que aflora en cuanto compara su proyección con la de otras capitales. La estrella de Faralá actúa como una sacudida: nos recuerda que el talento local existe, que la innovación puede nacer al pie de la Alhambra, y que la ciudad está más que preparada para competir en ligas mayores.
No es solo el éxito gastronómico de su chef, Cristina Jiménez y todo su equipo: es un hito emocional. Una invitación a mirar hacia adelante con ambición y sin renunciar a lo que somos. Granada, por fin, tiene su estrella. Y, quizá sin saberlo, ha encendido también una nueva forma de creer en sí misma.
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