Un follaza en el Castañeda

El Castañeda es de los pocos establecimientos que todavía guardan la esencia del granadinismo

Hoy, si Dios no le remedia (que espero que no lo remedie), iré a tomarme un follaza (o dos) a las bodegas Castañeda. No sé, es un ritual en mi vida que se ha convertido en tradición. Lo mismo que hacían los adultos de los años cincuenta, que se iban al Jandilla o a Los Leones después de comprobar que el dragón de La Tarasca no echaba fuego ni pollas. Me gusta el Castañeda porque es de los pocos establecimientos que todavía guardan la esencia del granadinismo, sobre todo hasta las dos de la tarde en que es invadido por las hordas de turistas a los que les han dicho que es un sitio que, como la Alhambra, hay que visitar.

La clientela de Las bodegas Castañeda es una muestra de la población globalizada, sin grandes estridencias y sabiendo cada uno cuando le ha llegado el turno. Los parroquianos locales van a primera hora, cuando abre el bar sobre las once y media o doce. Un poco antes se les ve revolotear por los alrededores como los guacharros en busca del nido. A las doce o doce y media ya hay una selección de granadinos auténticos que van a tomarse el vermú y probar el arroz recién hecho. Hay muchos jubilados, como yo, que no queremos abandonar la tradición que este local ha impuesto. Luego, como digo, a partir de las dos, los nativos comienzan a dejar los huecos en la barra a los turistas.

Por alguna razón, que no sabría explicar, con su simple vistazo al personal podrías tener una idea de lo que es el mundo. Los asiáticos, que esperan con una sonrisa que les atienda la malafollá o la simpatía del camarero de turno; los europeos que miran la carta cara de no entender nada; los turistas patrios, que no se deciden por el vermú y la caña… Allí, el murmullo y los tonos de las conversaciones son la gasolina espiritual contra la monotonía de una vida. También tienen su encanto los vidrios de colores de las puertas, los vetustos toneles, la famosa cabeza del toro que dicen que mató a Frascuelo y hasta el cuadro de La Tortajada. Yo voy allí a menudo. A veces lo hago solo y a veces acompañado. Es en esa taberna, detrás de un vermú, un follaza o un calicasas, (bebidas tan genuinas como peligrosas) y detrás de una tapa de bacalao con tomate, donde me doy cuenta de que el mundo y yo estamos en armonía. ¡Feliz Corpus!

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