Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
El muro se alza como una cicatriz de piedra en la tierra. De un lado, el aroma a azahar, a especias, la risa de un niño que persigue un balón desinflado. Del otro, la música antigua, el rezo en voz baja, la promesa de una patria construida sobre siglos de fe. Pero la paz no tiene bandera. No hay paz en los gritos que siembran el odio, ni en las piedras lanzadas por el rencor. El dolor no se mide en fronteras, ni la muerte se justifica con mapas. Cada vida, ya sea palestina o israelí, es un universo que se apaga, una estrella que deja de brillar en la noche.
La paz es un jardín que se cultiva con paciencia. No brota del fango de los linchamientos, ni de calles asaltadas por turbas que ondean banderas como si fueran armas. La paz no se impone con cánticos de guerra, ni se defiende con discursos llenos de ira. Es un acto de valentía, un susurro en medio del estruendo, una mano que se tiende donde un puño se cierra.
En cada uno de nosotros reside la semilla de la discordia o la de la concordia. Somos quienes decidimos si regamos el odio o si sembramos la empatía. Las banderas, símbolos de una identidad, se han convertido en excusas para la provocación. Se utilizan para dividir, para enardecer, para justificar la violencia. Pero la paz es universal, no tiene color ni religión. Es la conciencia de que la libertad de uno termina donde empieza la del otro, de que la justicia no puede ser selectiva.
La defensa de la paz es la defensa de la democracia, de ese espacio común donde las diferencias se resuelven con diálogo y no con sangre. Es la defensa de la igualdad, la certeza de que todos los seres humanos tienen derecho a vivir sin miedo. Y de la libertad, una palabra que permite al palestino soñar con un futuro en su tierra y al israelí, vivir sin el temor de un ataque.
El sol se pone sobre la tierra sagrada, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Es la misma luz para todos, el mismo aire que respiran los que están en la otra orilla del muro. Quizá si todos dejáramos caer las banderas que nos dividen y miráramos el mismo atardecer, podríamos entender que el único camino es el que construimos juntos, ladrillo a ladrillo, con el cemento de la tolerancia.
Porque la paz no es ausencia de conflicto, sino presencia de la justicia. Y la justicia, como la paz, es para todos.
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