Lo peor de la ley Celáa es que es tan sectaria como todas las anteriores. De nuevo no se ha encontrado un punto de consenso en algo tan importante para un país y una sociedad como es la educación. Un estado moderno tiene pocas obligaciones con el ciudadano: la educación, junto a la sanidad y la seguridad son las más importantes. Sólo un país formado tiene futuro. Poca riqueza crearemos si las nuevas generaciones adolecen de poca formación. El futuro valorará infinitamente más -ya ocurre- el capital intelectual que cualquier otro. Una sociedad acrítica e inculta es caldo de cultivo de populismos y autoritarismos. Y el sectarismo de nuestros políticos, que no han sido capaces de aprobar una sola ley de educación consensuada en casi medio siglo de democracia dice mucho de sus incapacidades. Esta ley, como las ocho anteriores nace con fecha de caducidad, la del próximo cambio de gobierno.
Nuestras leyes educativas nunca se preocupan de la educación de los niños, lo hacen de la titularidad de los centros, de la zonificación, de si hay o no clase de religión, pero muy poco de lo que debería ser su objetivo: formar y educar a las nuevas generaciones. Los hijos son responsabilidad de sus padres y son estos quienes tienen que decidir en qué valores específicos van a educarse. Porque las ideas no delinquen y los principios, tampoco. No hay ideas mejores o peores. Están las propias y las de los demás. El principio que debe informar la educación es la libertad. Libertad como bien común. La de pensamiento, cátedra, religión, opinión, expresión, etc. Y dejemos ya la demagogia de que el estado paga la educación. La pagamos todos. No hay dinero público, es dinero del contribuyente. De todos los contribuyentes.
Pero si hay algo que provoca inquietud de esta norma es la condena de los centros de Educación Especial. Pretender que en diez años van a estar dotados todos los centros ordinarios para acoger a los alumnos de la especial es puro voluntarismo. Sabemos que no habrá fondos para sustituirlos. La igualdad no es tratar a todos del mismo modo, eso es igualitarismo. Igualdad es tratar desigualmente a los desiguales. Atender sus necesidades específicas y apoyarlas. Esos niños son nuestros niños. Los de todos. Y merecen la mejor educación y toda la dedicación. No podemos volver a arrumbarlos en una esquina de las clases y negarles un futuro que hoy sí tienen. No debemos destruir lo que funciona.
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