Cambio de sentido

La no-estación de tren

Las estaciones de tren sufren un proceso de deshumanización y desarraigo, de gélida ‘aeroportización’

Quien se siente a gusto en las estaciones de autobús no se siente a gusto en los aeropuertos, y viceversa. Cuestión de clase”, escribe Jorge Riechmann. Pienso en ello sentada en la Estación de Córdoba. Voy a tomar un tren, pero aguardo en la de autobuses porque observar su trajín me resulta más heterogéneo e interesante (gentes recién llegadas de los pueblos, estudiantes, migrantes que se buscan la vida de campo en campo, alguna japonesa menuda y aguerrida dispuesta a internarse en la Andalucía que no sale en los mapas…). Por eso y porque las estaciones de trenes, de un tiempo a esta parte comienzan a parecerse a los aeropuertos, y servidora se siente desangelada en esas zonas de tránsito asépticas donde los pasajeros levitan sobre cintas automáticas. Cuestión de clase.

Hay estaciones de trenes que, cuando las avisan por megafonía, pego la nariz en el cristal de la ventana. Son belleza. La de Jerez de la Frontera, la de Oporto, la Victoria, italianas, alguna francesa, irlandesa y alemana… También algunas modestísimas de pueblo que, lo que llaman Progreso –y no lo es porque abre brechas de desigualdad– ha desmantelado o está en ello. Pero hasta las que fueron construidas cuando la belleza no estaba reñida con la utilidad sufren un proceso de deshumanización y desarraigo, de gélida aeroportización, que parece no tener marcha atrás. No hablo ya de que hayan extirpado los abrazos en el andén –despídete del ser querido en el parking–, es que en muchas ya no hay ni un sólo ser humano detrás de una ventanilla que te pueda vender un puñetero billete. Tan sólo máquinas, datos y números que teclear nerviosamente y que nos hacen sentir en desamparo. Las tiendas, bares y kioscos que hay dentro no son bares, tiendas y kioscos ciertos, sino una cosa franquiciada y estandarizada, y de ello se dan perfecta cuenta el alma y la cartera. En pocas estaciones de tren –la de Jaén, quizá por ignorada, es una que resiste– te puedes comer un menú en condiciones.

Pero sin duda, las que más desasosiego provocan son las estaciones en medio de la nada. Requena-Utiel, Linares-Baeza, Cuenca, Antequera-Santa Ana… Estaciones o naves nodrizas caídas en mitad de una viña donde deliran las chicharras, muchas desprovistas de un bus que te acerque dignamente al pueblo más cercano. Insisto: esto no es progreso. El Purgatorio –el gran no-lugar donde acaba de entrar Marc Augé, y este es mi homenaje al famoso antropólogo– debe parecerse bastante a estas estaciones en medio de la nada.

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