La plaza donde todos caben

10 de octubre 2025 - 03:08

El viejo campanario de la iglesia, con sus campanas de bronce, marcan el ritmo de la vida de mi pueblo. Sus toques, a festividad y duelo, a misa de gallo y procesión, son un eco de la historia, una melodía transmitida de generación en generación. Parte de nosotros, como el olor a incienso en Semana Santa, San Cecilio, el sabor a torrija en Cuaresma, la tortilla Sacromonte o el bullicio de mi plaza en las fiestas de verano. Nuestras costumbres, nuestras tradiciones, son el ADN de nuestra identidad, el hilo invisible que nos une con nuestros ancestros.

Pero el mundo trae caras nuevas, nuevas lenguas, formas fistintas de entender la vida. Hoy en mi plaza, bajo la sombra del campanario, se escuchan otras músicas, otros cantos, otros rezos. Incluso hay quienes con miedo cierran sus puertas, temerosos de que lo foráneo borre lo propio. Pero no es la diferencia lo que destruye, sino el desprecio.

La defensa de nuestra cultura no reside en la exclusión, sino en la valoración de lo nuestro. No se trata de erigir muros, sino abrir puentes. El respeto a nuestra fe no nos obliga a prohibir la ajena, sino a vivir la nuestra con orgullo, dando cabida a quienes, con libertad, traigan sus propias creencias y fe. Solo una indispensable exigencia: que lo hagan con respeto a las que poseemos, defendemos y practicamos.

Nuestras costumbres son como un jardín antiguo. Si lo cerramos, se marchita. Si lo abrimos, se enriquece con nuevas flores. La convivencia, el intercambio, nos hace más fuertes, más tolerantes, más humanos. Podemos celebrar la Navidad con nuestros villancicos, y a la vez, admirar la belleza de un ramadán o el colorido de un Diwali. El respeto no es un concepto pasivo. Es más bien un acto de reciprocidad, un compromiso de convivir en paz, de aprender unos de otros sin renunciar a nuestra esencia y nuestras convicciones.

La campana de la iglesia, la de mi plaza, ahora tiene otras voces que la acompañan. Voces que cantan en otros idiomas, que rezan a otros dioses, pero que conviven en el mismo aire, bajo el mismo sol. Y ese, el sol de la convivencia en paz y respeto, es el que ilumina el camino hacia un futuro en el que nuestra identidad no se borre, sino se enriquezca.

Porque una cultura que no se abre, que no dialoga, es una cultura condenada a la soledad.

Y en el corazón de España, siempre ha habido espacio para todos.

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