Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Las varas de medir

Hay un código para los que pagan la gestación subrogada en el extranjero y otro para los que lo intentan en España

Más o menos el mismo día que Ana Obregón se hacía las fotos para el ¡Hola! con su hija comprada en Miami, la Policía detenía en Sevilla a dos parejas que presuntamente habían llegado a un acuerdo para vender a una bebé recién nacida en el Hospital Virgen del Rocío a cambio de un "elevado importe económico". Básicamente, se trataba de un caso de gestación subrogada: una pareja que no podía tener hijos había llegado a un pacto con la otra para que al final de la gestación le fuera entregada la criatura a cambio de dinero. La información que dio hace una semana este periódico señalaba que la documentación presentada por la parturienta al llegar al hospital levantó sospechas. A partir de ahí se produjeron las detenciones y la bebé pasó a los Servicios Sociales de la Junta. Vaya por delante que lo que hizo Obregón en Estados Unidos es legal allí y lo que intentaban hacer los arrestados en Sevilla es un delito aquí. Hay en España más de dos mil personas en los registros civiles que han nacido por gestión subrogada en el extranjero y que han sido naturalizados por sus padres de adopción. Y hay frecuentes noticias en todo el país de intentos frustrados por la Policía de venta de niños a parejas que no pueden tenerlos. Un caso claro de diferentes varas de medir, que recuerdan en muchas de sus características a lo que ocurría en España no hace tanto con el aborto: había un código para los que se lo podían pagar en el extranjero y otro para los que se arriesgaban a hacerlo sin salir fuera. Hasta aquí la realidad que se ha puesto de manifiesto esta semana. Otra cosa es el debate que se abre al respecto y que parte de una premisa esencial: hasta qué punto, por dinero o por mero altruismo, el Estado puede permitir que el cuerpo de una mujer sea utilizado como receptáculo de fabricación de un ser humano para su venta o su entrega generosa. Por muchas vueltas que se le quiera dar ese es el meollo del asunto y todo lo demás son adornos que no llevan a ningún sitio.

Pero el caso de Ana Obregón abre también otra derivada que nos lleva a territorios parecidos: la utilización de un niño como tratamiento paliativo de la soledad, así lo ha reconocido ella, prescindiendo de condicionantes tan importantes en la maternidad como es la diferencia de edad entre padres e hijos. Si todo marcha bien, la hija de Obregón tendrá doce años cuando su madre cumpla ochenta. Es lícito preguntarse a qué clase de infancia y adolescencia está condenada esa chica y en base a qué razones se la priva de una normalidad vital que nunca conocerá. Son debates sociales que merecen la pena, pero en los que hay que tener presente que no valen varias varas para medir lo mismo.

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