
Quousque tandem
Luis Chacón
Todología Aplicada
Es difícil no sentirse creativo en una ciudad con tanta historia y vestigios del pasado como tiene Granada, sosegada y con un montón de monumentos en los que el arte y la imaginación la han hecho tan apetecible a la hora de ser visitada, últimamente muy visitada, demasiado visitada diría yo. De vez en cuando recibo llamadas de familiares, amigos o simplemente conocidos de otras latitudes que quieren venir a Granada. No hace falta recomendarles que visiten la Alhambra porque eso normalmente entra en sus planes. Les recomiendo que visiten el Albaicín, un barrio en el que existe una vasta conspiración para desorientar a los turistas, pero muy manejable porque te puedes perder mil veces y te pueden encontrar siempre en el mismo sitio. El desorden natural de sus calles hace al barrio casi inexpugnable pero también inquietante. Yo subo casi todos los días a desayunar al bar Aixa, que está en Plaza Larga. Desde allí siento cátedra y me dedico a desanimar a todos los amigos y conocidos que me hablan de viajes a países exóticos o viajes de doce horas de avión. Yo les digo que teniendo Granada tan cerca, por qué se van tan lejos. Me da por ensalzar con todo tipo de refinados y a veces incluso irrebatibles argumentos las ventajas y satisfacciones que te puede dar Granada capital, algún lugar de la Alpujarra o ese sitio desconocido de la provincia que nunca tenemos en nuestras previsiones de escapadas. Hay decenas de posibilidades. Les juro que últimamente encuentro más placer visitando un pequeño pueblo de nuestra provincia que ir a un país remoto a que me piquen los mosquitos o me entre diarrea. En esa encuesta de compromiso que solemos hacer a los que regresan de un país exótico es muy raro que alguien te diga que lo ha pasado fatal, teniendo en cuenta el dineral que ha invertido en ese viaje. Un amigo se fue el año pasado unos días de vacaciones a Zanzíbar en donde cogió una gastroenteritis, le robaron el móvil y tuvo que esperar dos días en el aeropuerto para regresar a Granada. A su regreso le pregunté cómo se lo había pasado y me contestó: “Bien. Es una isla preciosa. Tienes que ir a verla”. Después de haberse gastado tres o cuatro mil euros, su conciencia no le dejaba decir que el viaje había sido una mierda. “Sí, hombre, a Zanzíbar va a ir tu prima hermana”, pensé yo.
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