Tribuna

Antonio Rivero Taravillo

Dos siglos de lord Byron

Para los españoles, Byron tiene además el atractivo de que visitó nuestro país, Sevilla y Cádiz, con el Puerto de Santa María también, donde asistió a una corrida

Dos siglos de lord Byron

Dos siglos de lord Byron

Nacido George Gordon Byron, por vicisitudes de las que la genealogía entiende, y por el azar muñidor de glorias terrestres y títulos heráldicos, aquel chico zambo y lascivo, del que una sirvienta abusó sexualmente inoculándole el gusano retorcido del deseo, se convirtió en lord a una edad en la que otros galopines no tienen más responsabilidad que la del juego. Inicialmente, ese título lo hizo ser miembro de la Cámara de los Lores; luego, conforme su obra fue publicándose y él haciéndose perversamente más famoso y rico (vendió miles de ejemplares), lord Byron llegó a ser sinónimo de descarado, lúbrico, incestuoso, peligro para damas a las que engañaba con sus hijas y para doncellas que iban por libre (y para mozos de crespas cabellera). Él, que también las escribió, se convirtió en una leyenda más en vida. La muerte en la griega Missolonghi no hizo sino acrecentarla (aunque su fallecimiento fuera en realidad por fiebres y a causa de las sangrías de los médicos, no por acciones de guerra o la roja insignia del valor derramada en el campo de batalla).

Cuando una leyenda es tan deslumbrante y seductora como la suya, prototipo del más radical romanticismo con traslación al campo inglés de aquella tempestad, de aquel ímpetu que en Alemania rasgaron el velo comedido del neoclasicismo y dejaron desnuda el alma humana, la obra suele quedar eclipsada sol de la persona (a veces es máscara). De lord Byron saben hasta quienes no leen un verso en su vida, pues se ha convertido en arquetipo. Pero merece la pena leerlo, aunque sea en pequeñas dosis.

El problema es que su desparpajo irreverente donde brilla de verdad es en la lengua inglesa de los originales, y en sus juegos de rimas de tan difícil traslación al español. No obstante, sus poemas suelen ser narrativos, y aquí al menos se mantiene el hilo (un hilo que se convierte a veces en enredada madeja en las digresiones tan abundantes del largo poema Don Juan, que no llegó a concluir, obra maestra de la improvisación y del alargamiento).

Para los españoles, Byron tiene además el atractivo de que visitó nuestro país, Sevilla y Cádiz, con el Puerto de Santa María también, donde asistió a una corrida de toros. Compuso un poema sobre una joven gaditana en el que alababa la belleza meridional y la tez oscura, y tuvo sus callejeos por la capital hispalense (aunque desdeñó una nocturna aventura con otra muchacha, en cuya casa del barrio de Santa Cruz se hospedó durante su breve estancia. Antes de defender la independencia griega hizo lo propio con la española cuando el invasor francés, y llegó a entrevistarse con el general Castaños, el héroe de Bailén, en episodio que no fue a parar a los nacionales de Galdós, más afrancesado que ánglico hasta el punto de que ¡tradujo a Dickens de la lengua de Montaigne, a ella vertido, no del original en el idioma de Shakespeare o de Byron!

Por independencias que no quedase: también apoyó las de las élites criollas frente a la Corona española y admiró sobremanera a Simón Bolívar hasta el punto de bautizar con su nombre una goleta con la que navegó por el Mediterráneo (Rudyard Kipling escribió años después un poema marinero sobre el Bolívar). Y acarició la idea de alistarse a una milicia compuesta por ingleses y combatir en Venezuela. No se le ocurrió, ya que había opuesto su gallardía a otomanos, franceses y españoles, hacer lo mismo con sus compatriotas británicos, en aquellas épocas maestros de pillajes y dominios imperiales en medio mundo.

Byron no es un poeta para poetas (pocos bardos han seguido sus notas frívolas sin salir indemnes, si acaso Auden, solo superficial en la superficie), ni tampoco lo es para el gran público, porque se hace prolijo, solo sostenido por los oropeles de su vida y por los genios con los que compartió generación, el sol de Italia y un durar breve (él murió a los 36 años de edad, Shelley a los 30, Keats a los 24). Su poesía no resulta hoy tan turbadora, pues estamos ya curados de espanto, pero más allá de las anécdotas de sus más extensas obras sigue reverberando su canto a la rebeldía como en el poema dramático Caín (dedicado a sir Walter Scott). Como vio Harold Bloom, ahí aparece el “Hombre Prometeico”, un desdoble de sí mismo, como él mismo comparece, apenas si veladamente, en los cantos de Childe Harold o Don Juan.

La fiebre y la debilidad que se lo llevaron el 19 de abril de 1824 están en su poesía y en su pose ante la vida. Como él escribiera, “mi mente un torbellino efervescente,/ hondo turbión de fantasía y llamas”.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios