La ciudad y los días
Carlos Colón
Lo único importante es usted
SEGURO que no tendría página web donde dijera que era la poeta más importante de Nueva Inglaterra. Seguro que no la invitarían a la Feria del Libro ni al Festival de Poesía. No la conocería nadie y ella escribiría sus poemas sin que nadie lo supiera; al menos, no los extraños, sólo los más cercanos.
En Amherst, Massachusetts, en medio de un paraje algo escondido, está la casa de Emily Dickinson. Amherst es un pueblito pintoresco; pocas casas, bajitas, calladas y una preciosa, impresionante naturaleza: árboles gigantescos, ríos, lagos, pájaros... La casa-museo de Emily Dickinson se parece a Emily Dickinson. También se le parece la guía que nos hace la visita, que habla bajito, como susurrando o cantando, que sonríe suavemente y habla de Emily, de sus hermanos Austin y Lavinia, de su amiga Mabel que fue quien publicó los poemas después de la muerte de Emily, como si fueran su propia familia. Está prohibido hacer fotos y tampoco se puede visitar la casa sin las palabras de la guía. Sobre el piano del salón aparece bien visible el cartel: "No tocar". Todo es íntimo y silencioso; se siente como si te estuvieran enseñando un secreto al que sólo te permiten asomarte por un momento. ¡Qué distinto al bullicio y al jolgorio hispánico, incluso en los museos, donde cualquiera se sienta a tocar el piano de Lorca como si le perteneciera desde siempre! En el piso de arriba, la habitación de Emily; casi se oye respirar. Todo es austero, humilde, sólo lo imprescindible: la cama con su cabecero de hierro, el quinqué en la mesita de noche y los dos pequeños libros, el traje blanco de los últimos años...; "ella era bajita, muy bajita", insiste la guía. Luego, en el piso de abajo, la biblioteca del padre donde Emily aprendió tantas cosas, con los libros que quedan; "casi todos están en Harvard", dice orgullosa la guía. Y desde la ventana abierta se ve el jardín, los manzanos, el paisaje que ella vio.
El tren se aleja de Amherst. Y recuerdo a Sor Juana y a Santa Teresa. Y a Dulce María Loynaz, a Fina García Marruz. Mujeres nadie que escribieron no para publicar, no para ser aplaudidas. Recuerdo también a las dos poetas que me hablaron de Emily Dickinson con emoción: Ángeles Mora en Granada, Márgara Russotto en Amherst. Hacer la obra, incluso sin creer que se hace. Hacer la obra, no el ruido. Y en el libro, saltan los versos de Emily Dickinson, "Yo soy nadie", en la hermosa traducción de Silvina Ocampo: "¡Qué horrible - ser - alguien! / Qué impudicia -como una rana- / Decir vuestro nombre -todo el santo día- / a un admirativo pantano".
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