mar adentro

Milena Rodríguez / Gutiérrez

Poe

SI uno quiere conocer los barrios marginales, o más pobres, de las ciudades de la Costa Este de Estados Unidos, puede dedicarse a buscar en ellas las casas de Edgar Allan Poe. Así ocurre, al menos, en Baltimore, en Filadelfia, en Nueva York. En las tres ciudades hay que andar, salir del centro y caminar por barrios humildes, hoy casi siempre afroamericanos, para hallar esas casas siempre oscuras y pequeñas, de habitaciones y escaleras estrechas, de techos muy bajos, de apariencia destartalada, pobrísima; casas donde se percibe claramente la extrema penuria que acompañó al escritor durante prácticamente toda su vida. Amity street en Baltimore, North Seven street en Filadelfia, Grand Concourse en el Bronx de Nueva York, esas calles guardan gran parte de la vida de Poe y de sus seres más queridos, su mujer y prima Virginia, su tía y suegra Maria Clemm. En esas calles se escribieron los famosos poemas El cuervo o Annabel Lee.

Como en otras casas de escritores que he visto en Estados Unidos, las de Poe tienen poco mobiliario; en la de Filadelfia, incluso, muchos muebles, sobre todo de la segunda planta, no son más que dibujos en las paredes, dibujos en cartones que recrean lo que alguna vez estuvo o debió estar: una cama, la estufa, alguna estantería. Una habitación minúscula, tétrica y vacía se presenta allí como el despacho del escritor. En la casa del Bronx es Virginia quien ocupa un lugar muy especial, porque fue allí donde ella murió; justo en esa casa que entonces era finca y campo y a la que Poe la llevó creyendo que mejoraría su salud y la ayudaría a curar su tuberculosis. En la casa del Bronx está la última cama de Virginia y al lado, sobre una mesita, hay un libro de poemas, abierto, no de Poe.

Salgo de las casas de Poe con el corazón encogido y una sensación extraña. No hay mucho que ver pero se ve mucho. Como yo, sale de allí y entra mucha gente, parejas jóvenes, niños que vienen con sus profesores, turistas que se sacan fotos en las puertas. Algunos compran las ediciones de las obras completas de Poe, o su biografía, o los llaveros con sus versos; otros se llevan las reproducciones de sus poemas en ediciones facsimilares hechas por la Biblioteca del Congreso o los pósters con su retrato; unos pocos se atreven incluso a comprar unos cuervos grandísimos y horribles, de plástico, que te miran fijamente desde la entrada... Un escritor casi muerto de hambre, alguien que no pudo vivir de su trabajo, de su talento, de su genio. Y ahora, hoy, aquí, con él, todos. Y miro al cuervo y le pregunto: "¿Nunca más?".

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