UN grupo formado por más de 120 deportistas, aunque de ellos sólo 40 participan en los Juegos Olímpicos inaugurados el pasado viernes en Pekín, ha remitido una carta al presidente chino, Hu Jintao. En ella le solicitan con la debida cortesía el cese de la aplicación de la pena de muerte en su país, y que garantice los derechos a la libertad de expresión y de opinión en todo su territorio, incluido el Tibet, así como el respeto a los derechos humanos. Cuarenta entre los miles que forman la llamada familia olímpica. Menos es nada, desde luego, pero basta repasar la historia del malabarismo diplomático que desde que se inició la era moderna de los juegos ha venido desarrollando el COI con respecto a los poderes gubernamentales de los países anfitriones, para que cualquier esperanza de cambio sea enterrada por el desaliento.

La política y el deporte no deben mezclarse, proclaman las autoridades del Olimpismo, temerosas de las reacciones que una excesiva presión sobre los dirigentes del gigante asiático puedan tener. En España llevamos unos meses saboreando la parte dulce de esa pomada. Pero a pesar de tal evidencia, el Comité Olímpico sigue repitiendo el axioma de no mezclar la política y el deporte. "La única oportunidad de supervivencia del movimiento olímpico es mantenerse ajeno a la política". Lo dijo el presidente del comité norteamericano antes de los juegos que se celebraron en Berlín en 1936, ante el miedo a un posible boicot. Fueron los del atleta negro estadounidense Jesse Owens, al que Hitler negó el saludo en la entrega de medallas. Había ganado cuatro. Los de México en el 68 se recuerdan por los puños en alto, enguantados en negro, de Tommie Smith y John Carlos. Era la época del black power y difícilmente podría sostener hoy en día nadie que el gesto, rotundo ejemplo de aprovechamiento del deporte para la lucha política, no tuvo consecuencias.

Más tarde, en Moscú 80, los mismos norteamericanos que habían propugnado la separación entre política y deporte, sometieron a los JJ. OO. al más feroz boicot que se recuerda, bajo el pretexto de la invasión de Afganistán por las fuerzas soviéticas. Nuestro propio país, participó bajo la bandera olímpica, ya nadie parece recordarlo. Estos días la letanía continúa en boca de los dirigentes occidentales, que ante China -y su mercado- siguen cogiéndosela con papel de fumar. Si cien años no han servido para corregir la actitud sumisa del COI ante el poder, entonces el espíritu olímpico apesta.

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