Hace ya muchos años que el cine de Garci decidió apartarse del presente o de la realidad para refugiarse en una particular recreación cinéfilo-literaria del pasado, un pasado hecho de citas de libros, películas y autores, extranjeros y nacionales que, de Hammet a Cain, de Galdós a Mihura, pueblan su imaginario en un canon a prueba de novedades y tendencias de temporada.
Con El crack cero asistimos además a un regreso nostálgico y suicida a su propia mitología, de la que tal vez hoy apenas queden espectadores cómplices en las salas más allá de aquellos de su misma generación, una generación cine y letraherida que parece regodearse en ese lema de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Un regreso bañado en blanco y negro digital y en la melodía melancólica compuesta por Jesús Gluck para sus dos primeros Cracks, en esa tozuda concepción escenográfica e interiorista de la puesta en escena, en una reescritura de ese cine clásico de género de personajes estereotipados (aquí servido en un desigual elenco de singulares, insólitos y recuperados), diálogos precisos, réplicas brillantes o supuestamente ingeniosas y lugares comunes del noir en una España en los estertores del franquismo en la que lo real apenas asoma en un caprichoso almanaque en la pared o a través del parte radiofónico.
Como en los anteriores Cracks, donde se respiraba al menos un cierto aire de época en su retrato de Madrid que aquí huele más bien a Alcanfor, la trama detectivesca que mueve a Germán Areta (Carlos Santos) es casi lo de menos, trazada desde la imitación, el oficio de guion encajado y los lugares comunes de sus mejores muestras. Lo que parece interesarse a Garci es más bien el mantenimiento de una atmósfera, la fidelidad a unos principios y gustos, la supuesta solidez intemporal de un modelo que, sin embargo, se nos antoja inerte y mortecino en su ensimismamiento.
De la misoginia de la primera escena en el bar al fatalismo que apuntala a Areta como buen tipo solitario y fuera del mundo, El Crack cero celebra con solemne parsimonia un universo que sólo se mira a sí mismo, que busca complicidad con un espectador que ya no existe, sin apenas pegada en sus leves apuntes hacia el devenir o el presente de una España que, para Garci, sigue anclada en viejas inercias contra la inteligencia y el buen gusto que él mismo parece atribuirse en exclusiva como gesto de insobornable independencia a contracorriente.
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