La isla roja | Crítica

Impresiones poscoloniales

Una imagen de 'La isla roja', de Robin Campillo.

Una imagen de 'La isla roja', de Robin Campillo.

La isla roja es Madagascar y hasta allí nos lleva este nuevo filme con trazos autobiográficos de Robin Campillo (120 pulsaciones por minuto) para observar los estertores de la época colonial (1970-1972) a través de la vida íntima de una familia en un campamento militar francés.

Su película adopta una mirada poliédrica con una narrativa episódica hecha de retazos, recuerdos y sensaciones, buscando cierto tono impresionista que capture los meandros de la memoria y el aire de despedida de aquel paraíso índico que escondía años de sometimiento, explotación y muerte.

Centrada en ese núcleo familiar y en la mirada fabuladora de uno de sus tres hijos, La isla roja trenza fragmentos, anécdotas costumbristas y ensoñaciones (a costa de los tebeos de Fantômette) bajo la cálida luz de Jeanne Lapoirie como método no siempre satisfactorio para la evocación y la mirada autoinculpatoria. Así, la propia crisis de la pareja, los devaneos amorosos con una nativa de un camarero del cuerpo de oficiales, las frustraciones del padre (Quim Gutiérrez) o el descubrimiento esquinado del mundo adulto por parte de los niños se solapan no siempre con la fluidez o el sentido poético deseados.

Tampoco convence ese desenlace que cede el testigo a los propios isleños, hasta entonces fuera de campo, para concluir con una larga secuencia de liberación colectiva que se nos antoja demasiado explícita como cierre para ese largo adiós francés a su pasado y sus traumas coloniales.