Análisis

Mercado y Estado en Chile

  • Es necesario hacer avanzar una dimensión básica del Estado de bienestar, la de cobertura de derechos sociales; la otra, la de facilitación de acumulación de capital está bastante desplegada

EXISTEN en Chile una Constitución y un sistema electoral parece que diseñados ex profeso para impedir que se produzcan cambios transformacionales radicales como los que en su momento pretendió hacer el gobierno de la Unidad Popular con la presidencia de Salvador Allende. Las modificaciones de la Constitución requieren unas mayorías tan cualificadas que son prácticamente imposibles de lograr, al menos con el sistema electoral denominado binominal que se traduce en la elección de dos diputados y dos senadores por circunscripción (la relevancia de sus respectivas cámaras es justo la contraria que la nuestra) mediante un procedimiento que tiende a conducir al empate entre alianzas electorales antes que a la formación de una mayoría significativa, si bien Chile es una república cuyo presidente dispone de amplísimas facultades.

Se percibe en las conversaciones y en no pocos textos una sensación de agotamiento del modelo político surgido tras el fin de la dictadura y del modelo económico que continuó las líneas generales establecidas durante ésta. "Es tiempo de cerrar el capítulo de la transición", el pacto político que permitió transitar en paz hacia la democracia, son palabras utilizadas por el diputado Giorgio Jackson, quien fuera un destacadísimo dirigente estudiantil, en un libro de sugerente título: El país que soñamos (Debate, 2013), del que se pueden disentir en los postulados e incluso en las propuestas pero no en el señalamiento de los problemas socioeconómicos de Chile y que parecen estar generalizadamente compartidos.

Estos problemas se pueden sintetizar en que el crecimiento económico sostenido se traduce de un modo demasiado dispar entre la población, sin que el Estado pueda jugar un papel compensador de las diferencias de renta en cuanto al acceso a una educación de calidad, a una cobertura sanitaria amplia o a una previsión de la vejez que asegure unos ingresos razonables, por mencionar lo más significativo. La elección económica adoptada en su momento fue la de limitar el papel del Estado a las funciones regulatorias y de protección del derecho de propiedad que sólo él puede hacer, y establecer niveles mínimos garantizados en los mencionados ámbitos sociales. El sistema de previsión social se articula en tres pilares: los beneficios de carácter solidario, la contribución obligatoria de capitalización individual (pensiones AFP), y el ahorro previsional voluntario mediante tres instrumentos establecidos. La sanidad, por su parte, descansa en un doble sistema de seguro público y privado (Fonasa e Isapre, respectivamente) pero con capacidad de elección personal de uno u otro. Todos los trabajadores, activos o pasivos, abonan al sistema de salud el 7% de su renta imponible con un tope mensual. El sistema público recibe también parte de los impuestos generales, ya que atiende a no cotizantes y personas sin recursos. En cuanto a la educación, la mayor parte de la provisión, en todos los niveles, es de carácter privado y está generalizada la financiación de la matrícula mediante créditos que están produciendo tensiones financieras en numerosas familias. Además, se percibe un cuestionamiento de los niveles de calidad educativa alcanzados.

La izquierda señala, con toda la razón, que la desigualdad en el acceso a la educación tiende a mantener las diferencias sociales y limita seriamente el cumplimiento de una función básica del Estado, que es el aseguramiento o al menos la facilitación de la igualdad de oportunidades. En el ámbito de la sanidad se introducen consideraciones más bien de carácter moral: la diferencia de renta no debe traducirse inevitablemente en una gran diferencia de acceso a un bien básico. Y en cuanto a las pensiones parece que el sistema de capitalización privada no está produciendo los resultados esperados, al menos en cuanto a la renta que proporcionan tras el retiro y agravado este hecho porque la desaparición del sistema de reparto no fue compensada con la creación de un fondo que compensase la pérdida del derecho que se había ido acumulando. Aunque, claro está, en un sistema de reparto lo que se acumula es sólo un derecho de cobro y no el dinero cotizado.

El sistema fiscal es bastante complejo y no parece dejar muchos resquicios para la evasión, desde luego no los que hasta ahora provee el nuestro para las actividades profesionales y las actividades comerciales y de servicios que tributan en el sistema de módulos. Los tipos son bastante bajos también en comparación con los nuestros, lo cual reduce el incentivo a la evasión, de la misma forma que el sistema privado de previsión social resulta en una ausencia de estímulo para la economía sumergida no delincuencial. El sistema es tachado de injusto -favorecedor si se prefiere- para con las rentas altas, aunque la progresividad fiscal de los impuestos directos se debe más a consideraciones morales que puramente económicas. Actualmente está en debate una profunda revisión del sistema fiscal, de mucho más alcance que la que hemos iniciado en España, de la que quiero destacar dos aspectos. En primer lugar existe un objetivo explícito de incremento de recaudación: 8.200 millones de dólares, que es la cifra estimada por el Gobierno para implementar su programa. Esto es siempre de agradecer, que el recaudador explique con toda claridad por qué quiere aumentar el gasto público y la cuantía en que quiere hacerlo.

El segundo aspecto que llama la atención a un español es que el debate que se está produciendo en el Senado -la cámara relevante- tiene en cuenta la opinión allí manifestada por parte de ex ministros de Hacienda (incluido Carlos Cáceres, que lo fue durante la dictadura) y de ex directores del Servicio de Impuesto Internos (la Agencia Tributaria). Las comparecencias se han producido esta semana y las opiniones son bastante dispares respecto a la reforma, sus costes y el alcance de los objetivos pretendidos, si bien coincidentes en la necesidad de consensuarla y perfeccionar el proyecto. En todo caso, a ojos de un foráneo la sensación es la de un país dispuesto a escuchar "a los que saben de esto", tengan la afinidad política que tuvieren.

Sintetizando en extremo las cosas, parece que existe en Chile y no sólo en la izquierda la percepción de que es necesario hacer avanzar una de las dos dimensiones básicas del estado de bienestar, la de la cobertura de derechos y prestaciones sociales puesto que la otra, la facilitación de la acumulación de capital está bastante bien desplegada. Desde luego, la izquierda o su mayor parte abandonó hace tiempo los propósitos últimos de la Unidad Popular: la construcción de una sociedad auténticamente socialista mediante un tránsito democrático y no mediante la vía clásica de la dictadura del proletariado. Entonces se creía que la socialización era la única forma de abandonar el subdesarrollo, pero hoy está constatado que hay mejores alternativas basadas en el mercado, si bien los mecanismos de éste pueden traducirse en desigualdades que parecen tanto más inadminsibles cuanto mayor es el crecimiento generalizado de la renta y mejores son las condiciones generalizadas de vida respecto a etapas anteriores.

El debate de Chile es interesantísimo. Hace, nada menos, que al alcance de las funciones del Estado y es, justamente, el debate simétrico al que tenemos en el fondo en España y aún en Europa: la sostenibilidad financiera del Estado de bienestar y la limitaciones al crecimiento que vienen dadas, precisamente, por el tamaño del Estado. La experiencia europea nos muestra que es tarea titánica reducir este tamaño al que se puede soportar sin una fiscalidad casi confiscatoria o sin acudir en exceso al déficit público. La experiencia que emprende el actual gobierno chileno es casi justo la contraria: hemos dejado actuar al mercado, pero los resultados son socialmente inaceptables en algunos ámbitos básicos, en consecuencia es necesario más Estado.

Los socialdemócratas alemanes resolvieron esto con una frase en su programa de Bad Godesberg: "Tanta competencia como sea posible, tanta planificación como sea necesaria". La reformulación de su pensamiento les permitió acceder al poder por primera vez tras la guerra, ya bastante avanzada la reconstrucción y en coalición con el centro derecha. Vale decir que ese pensamiento era razonable para el socialismo de un país desarrollado aún arruinado por la guerra. Quizá también sea razonable ahora para un país que no parece ser ni sombra del de principios de los setenta, pero en el que se está produciendo un debate mucho más enriquecedor y lleno de propuestas que el que caracteriza a la izquierda europea. Ésta parece haberse quedado sin objetivos y sin discurso -la española desde luego-, mientras que en Chile es un éxito en las librerías el interesante volumen de Fernando Atria y otros titulado El otro modelo. Del orden neoliberal al régimen de lo público (Debate, 2013) redactado con propósito de reemplazar al famoso El Ladrillo (1970), el texto de política económica que estableció la orientación hacia el libre mercado que luego fue adoptada por la dictadura. Estoy en descuerdo con bastante de lo que propone el nuevo libro porque creo que el mercado es más perfectible que el Estado, pero si el texto representa la discusión que allá existe en la izquierda debo decir que, a su lado, la fascinación que parte de los comunistas y socialistas españoles sienten por el movimiento Podemos no puede ser más que el resultado de la carencia de ideas y de la pereza intelectual.

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