Filarmónica de Luxemburgo | Critica

Todo ángel es terrible

Gustavo Gimeno dirigiendo por segundo día consecutivo a la Filarmónica de Luxemburgo

Gustavo Gimeno dirigiendo por segundo día consecutivo a la Filarmónica de Luxemburgo / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)

Tomás Marco es uno de los artistas residentes de este año en el Festival. Algunas de sus obras se escucharán en diferentes conciertos en diálogo con la  de otros compositores, que es algo que su música soporta muy bien, pues el maestro madrileño encontró siempre en la historia de la música, en las obras de quienes le precedieron en el tiempo, motivación para su propia tarea creativa. Así, la segunda comparecencia de la Filarmónica de Luxemburgo en el Festival enfrentaba el primero de los tres conciertos del Tríptico Mahler programado este año, pero arrancaba con una obra de Marco dedicada al músico bohemio, Angelus Novus, pieza del año 1971 que debe su nombre a un dibujo de Paul Klee que el filósofo Walter Benjamin adquirió justo cincuenta años antes (1921). “Fue el motivo de su famosa alegoría del ángel de la historia que aspira a despertar a los muertos y a reconstruir el pasado, pero cuyas alas perecen ante el huracán del progreso que lo empuja hacia el futuro”, escribe Pablo L. Rodríguez en sus espléndidas notas de programa. Y ese tomar aliento del pasado para construir algo que es efímero porque en el momento en que se manifiesta se está ya transformando en otra cosa distinta que lo trascenderá asoma lo mismo en la obra de Marco que en la 6ª sinfonía de Mahler que se presentaba como plato fuerte del recital. Un Mahler pletórico (el de los felices años 1903-04) que parece estar anticipando su annus horribilis de 1907, justo aquel en que revisó esta sinfonía, aquel en que murió su hija mayor antes de cumplir los 5 años, fue forzado a abandonar su puesto en la Ópera de Viena y se le detectó la dolencia cardíaca que acabaría con su vida cuatro años después. Un ángel que sopla hacia un futuro ominoso.

Desde ese comienzo del metal grave con sordina (tuba, trombones), con los redobles de timbal y los apuntes arpegiados del piano, la orquesta luxemburguesa, que acaba de cumplir 90 años de vida, mostró un estupendo estado de forma. Acostumbrada a la música contemporánea (la trabajó durante muchos años con el madrileño Arturo Tamayo, con quien dejó un reguero de grabaciones más que notables), el conjunto supo sacar partido a los contrastes entre tesituras que plantea la partitura de Marco, destacando especialmente sus perfiles más aristados, todo ello a pesar de que la batuta de Gustavo Gimeno es tan elegante siempre que uno cree que no va a ser capaz de impactar con los choques más abruptos, las disonancias más descarnadas, pero así se mostraron, en su más bella apariencia, en su más íntima desnudez.

El maestro valenciano demostró por qué se ha convertido en uno de los directores españoles más apreciados y requeridos por orquestas, auditorios y festivales de medio mundo. Su gesto es refinadísimo y nunca gratuito. Las dos manos trabajan siempre coordinadas (la derecha es un auténtico pincel) y con un sentido expresivo que es recogido y reproducido automáticamente por los profesores de la muy disciplinada orquesta, y ello fue bien apreciable en los contrastes agógicos y dinámicos ya en ese primer movimiento de la sinfonía mahleriana. Dispuso la orquesta Gimeno con las dos partes de violín enfrentadas (violines II intercambiados con los violonchelos en la disposición más tradicional de los conjuntos sinfónicos), los contrabajos a la izquierda y las arpas y trompas a la derecha. Tener la voz grave de los violonchelos en el centro facilita la amalgama tímbrica de la cuerda y enfrentar a los violines (algo tan barroco) da juego para los efectos antifonales, por más que esta vez, los violines II sonaran por momentos algo apagados en su proyección, lo que le pasó también a los contrabajos, aunque mi apreciación puede verse también algo afectada por mi situación a la derecha del patio de butacas, con los contrabajos lejanos y los violines II proyectando su sonido hacia la parte contraria.

La de Mahler está marcada por ese imponente y fatídico Final, pero hay siempre muchos Mahler en Mahler, es decir, las posibilidades interpretativas de esta música son muy amplias. El compositor austriaco es polimórfico, muy sensible a la interpretación. Gimeno resultó siempre claro y, se ha dicho ya, elegantísimo. Eso se apreció con precisión en el Andante (que situó en segundo lugar), con pasajes en los que el canto de la cuerda resultó de una belleza deslumbrante, sin olvidar en ningún momento el bajo rítmico que está sosteniendo todo el edificio. Esa habilidad para enseñar las distintas disposiciones del fondo y de la forma, para destacar la melodía principal sobre unos contracantos siempre distinguibles, su evolución en el desarrollo de la obra, cruzó toda la sinfonía, de la misma manera que lo hizo el continuo juego de Mahler con las alternancias entre modo mayor y menor. Quedaron en cambio algo menos enfatizadas esas cédulas grotescas tan típicamente mahlerianas, por más que en el segundo de los tríos del Scherzo el rubato pareció expresión directa de la risa sardónica del compositor. En ese último, proteico movimiento, Gimeno puso especial cuidado en que los pasajes en mayor resultaran claros, transparentes, como queriendo reforzar el consuelo ante los aguijonazos del dolor (esos dos golpes estremecedores del martillo) y las tenebrosas armonías de la fatalidad en que la obra culminó, torrencial, desoladora. Por más que la batuta suavísima de Gimeno pareciera haber profundizado durante los setenta minutos previos con especial insistencia en el flanco más tierno y optimista del compositor, desvelando su cara más angélica, al final, como Rilke nos enseñó, todo ángel es terrible.

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