Granada

José Fernández Lara, el decano de los jamoneros

  • El veterano empresario ha construido uno de los secaderos más importantes de España, ubicado en Juviles y en cuyas instalaciones se curan casi 300.000 perniles

  • Fue uno de los integrantes del grupo que promovió la lucha para conseguir la denominación de origen para el jamón de Trevélez

Durante la entrevista

Durante la entrevista / A. Cárdenas

En la década de los ochenta varios jamoneros alpujarreños se asociaron para conseguir que los perniles que ellos vendiesen llevaran una denominación de origen, un sello de calidad. Natalio Rivas ya se había encargado de repartirlos por toda España y tenían el suficiente nombre para que las autoridades reconocieran que productos como aquellos había pocos en nuestro país. Entre ese grupo de jamoneros estaba este nombre que ahora mismo está frente a mí en la terraza de un hotel de Almuñécar. Este hombre tiene setenta y siete años y ha sido el que ha puesto en el mapa los jamones de Juviles.

Construyó en su día un saladero único con casi 300.000 ejemplares colgados en sus cuatro plantas. Le cuento a este hombre que hace unos meses visité su secadero y que me pareció increíble que en un pueblo tan pequeño hubiera una empresa tan importante capaz de exportar jamones a medio mundo. Le cuento que su hijo José y su nuera Maribel, que son los que llevan ahora el negocio, se portaron muy amablemente conmigo, me enseñaron todas las instalaciones y su hijo hasta me explicó el procedimiento para salar las patas de los cerdos. Le digo que en aquel bosque de jamones no me importaría perderme y que no me encontraran en un mes, eso sí, provisto de buen pan y de algunas botellas de vino.

Con su hijo, su nuera y unos amigos. Con su hijo, su nuera y unos amigos.

Con su hijo, su nuera y unos amigos. / A. C.

Y por último le digo que me impresionó bastante la manera tan limpia y natural de secar y madurar los jamones en su negocio. Entonces él me mira con ojos encharcados por la emoción del halago, me lanza una pequeña sonrisa y como al artista al que se le alaba su creación, me dice con cierta modestia: “Sí, me siento orgulloso de mi empresa. Pero todo ha sido a base de mucho trabajo y esfuerzo”.

Este hombre se llama José Fernández Lara y si hubiera una facultad dedicada al estudio del jamón él sería el decano, entre otras cosas porque sabe todos los secretos del pernil alpujarreño. Con sólo calar uno sabe si es de una hembra, de un macho castrado e incluso si el cerdo era cojo de la otra pata. Al acabar nuestra larga conversación junto al mar, que nos presta el rumor de fondo, José dice que el próximo día 24 toda la familia (su esposa, sus tres hijos y sus seis nietos) se reunirá para celebrar la Nochebuena. Y me lo dice con ese orgullo que aporta el estar convencido de que ha hecho bien los deberes que la existencia le puesto. Los dones que han realzado su vida han sido esos: el trabajo, el esfuerzo y su familia. Y luego está la satisfacción del deber cumplido.

Cita frente al mar

Cuando conocí a José Fernández Lara –hace ocho o diez años– él estaba con su mujer y unos amigos en Playa Granada, en Motril, y yo haciendo uno de esas crónicas veraniegas a las que he dedicado varios estíos de mi vida laboral. Estuve hablando con él de alguna cuestión relacionada con la manera de veranear de los granadinos. Ese encuentro estaba en un paraje olvidado de mi memoria hasta que José me lo recordó el otro día en la terraza del hotel Helios de Almuñécar, en donde quedamos citados después de varias conversaciones para tratar de convencerle de que su vida merecía ser pasto de la letra impresa. Le dije más o menos que él es un modesto hombre de pueblo engrandecido por ser conocedor de un oficio, un currante de la jamonería, un industrial de pueblo encaramado en el tren de la globalización al haber conseguido que sus jamones sean valorados por su calidad en medio mundo. Él lleva tiempo varado en el mar de la complacencia y pone en duda la utilidad del esfuerzo de hablar con él para salir en un periódico. “Bueno, si es por tomarnos un café juntos, estupendo. Luego ya ves tú lo que haces”, me dice cuando cerramos hora y lugar para la cita.

En sus bodas de blata José llevó a toda su familia a un crucero. En sus bodas de blata José llevó a toda su familia a un crucero.

En sus bodas de blata José llevó a toda su familia a un crucero. / A. C.

José nace en Juviles en 1941, en aquellos tiempos en los que un jamón podría servir para sacar de apuros económicos a toda una familia y en los que Natalio Rivas se afanaba por recolectar perniles para que no faltaran en la despensa del que había ganado la Guerra Civil. Dice Juan González Blasco en su estupendo y enciclopédico trabajo sobre los jamones alpujarreños, que Franco se habituó a ellos de tal manera que no había visita a nuestra provincia en la que no pidiera un plato de tan exquisito manjar. Y que en esas ocasiones los maleteros de los coches del séquito siempre acababan llenos de jamones que le regalaban los prebostes del lugar. Pero eso es otra historia. Leamos ahora lo que dice José de su infancia:

–Mi familia quería que yo fuera cura porque tenía un defectico en la pierna y creían que ese sería una ocupación apropiada para mí. Pero yo no servía para estudiar. Estaba por ejemplo todo el día leyendo y luego me quedaba en blanco. Así que el primer oficio que tuve, además de ayudar a mi padre en el campo, fue el de carpintero. Me fui a Bérchules a aprender el oficio. Un día el maestro con el que trabajaba me dijo que iba a cerrar la carpintería y que iba a vender la maquinaria. Yo hablé con mi padre y se la compramos, a pesar que no había luz eléctrica en Juviles. ¡La hicimos andar la máquina con la energía que nos proporcionaba un molino de agua!

Tras su etapa de carpintero vendría su etapa de emigrante. Se fue a Barcelona a trabajar en una fábrica y a los dos años, en unas vacaciones, decide invertir sus ahorros –unas 70.000 pesetas– en comprar jamones para secarlos y después venderlos. Le anima a hacer esta inversión su novia de toda la vida, Teresa Ortega, con la que se casa en 1966. El padre de Teresa, Jesús Ortega, era un experto en salar y secar jamones procedentes de las matanzas caseras y le ayuda en la tarea.

José cala un jamón en presencia de su hijo y su nieto. José cala un jamón en presencia de su hijo y su nieto.

José cala un jamón en presencia de su hijo y su nieto. / A. C.

–Nos enterábamos en las casas y cortijos en donde había habido matanza e íbamos a comprar los jamones. A los cortijos de la Contraviesa iba yo con una mula y a veces, después de andar muchos kilómetros, llegaba y me decían que ya los habían vendido o que no querían venderlos. Hacía muchas caminatas inútiles, pero otras veces volvía con la mula cargada de jamones. En aquellos años en el 90 por ciento de las casas alpujarreñas se criaban cerdos y se hacían matanzas. Con la venta de los jamones las familias podían pagar las deudas que había contraído durante el año. Mi madre tenía una pequeña tienda y después de vender los jamones decían, vamos a ‘Ca Dolores’ a pagarle lo que le debemos. Eran tiempos muy duros. Recuerdo a la gente ir a la tienda con huevos para que cambiarlos por azúcar, por ejemplo.

Con su 'avia'

La mañana pasa plácidamente. El cielo está azul, con unas cuantas nubes redondas, como si Dios las hubiera creado para jugar al balón. José es muy locuaz y tiene muchas cosas que contar. Tiene ojos alegres cuyas glándulas bombean incesantemente lágrimas, por eso se ve obligado a utilizar con frecuencia el pañuelo. Y su sonrisa está a medias entre pícara y confiada, lo que es muy normal en un alpujarreño auténtico. Me cuenta José que en los primeros años llegaron a comprar hasta cincuenta pares de jamones procedentes de cerdos autóctonos que salaban de manera totalmente artesanal. Y que un poco más tarde se compró un camión Avia con el que daba portes a Barcelona con embutidos elaborados en La Alpujarra, embutidos que vendía, sobre todo, a la gran colonia de paisanos que había emigrado a la ciudad condal. Total que José, ante las buenas expectativas que daba su negocio, decide montar un saladero-secadero junto a su casa con capacidad para 16.000 jamones. Luego serían todo ampliaciones hasta llegar a tener unos ocho o nueve mil metros de secaderos naturales en cuatro plantas.

¿Sabes? Debo decir que he tenido una gran ayuda en mi hijo José. Él siempre ha creído en mí y era de los que me empujaba a ampliar el negocio y a abrir nuevos horizontes. Decía que no debíamos estancarnos. Desde hace dos años en que me jubilé él lleva la empresa. Y muy bien, por cierto. Estoy muy orgulloso de él. Además, ya tengo nietos que también se van a dedicar a esto, con lo que ya serán cuatro las generaciones que contemplen este negocio.

José, de turismo en un barco. José, de turismo en un barco.

José, de turismo en un barco. / A. C.

Me dice que uno de sus nietos también se llama José, lo mismo que él, su hijo y su padre, por lo que serán ya cuatro generaciones de ‘josés’, a una de las cinco ‘jotas’ de la famosa marca jamonera. Pienso en el chiste fácil pero no lo cuento. Él me dice que allí, en su secadero, todo está ya mecanizado para que cualquier pernil no pierda su trazabilidad. Y que el secreto de la calidad de sus jamones está en que son bajos en sal, que no tiene ni aditivos ni conservantes y que siempre son de hembra o de macho capado. También me cuenta lo mucho que tuvieron que luchar los decanos jamoneros de La Alpujarra para conseguir la denominación de origen del jamón de Trevélez.

–Seguramente se me olvidará alguno pero estábamos varios: José el de Capileira, Vallejo padre, Diego Martín, Antonio Álvarez y Joaquín el de Trevélez. Todos amigos que sabíamos que había que luchar por eso. Teníamos que amparar un producto único que había alcanzado los más altos niveles de calidad. Se formó la Asociación de los Industriales del Jamón de Trevélez y fuimos a por ello. Después de muchos problemas y atranques, se consiguió.

José se queja moderadamente de que los visitantes de La Alpujarra vayan solo hasta Juviles, en donde están sus instalaciones. Dice que casi todos llegan hasta Trevélez. Pero si el cliente no llega a Juviles a comer jamón, el jamón de Juviles llega al cliente. José nos dice que la empresa que él creó tiene clientes en Japón, Canadá, Hong Kong, Suiza, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra. Y recientemente con Rusia. Yo le digo que hay quien piensa que cuando a los chinos les dé en serio por comer jamón no va a haber perniles para tanta gente.

–Eso es una tontería. Ojalá a todos los chinos les dé por comer jamón. Ya nos apañaríamos. La charla con José se alarga tanto que pasamos del café a la cerveza. La camarera, muy joven, que sirve la terraza nos dice que estamos ya en la hora feliz, eso significa, nos explica la chica, que pides dos cervezas y pagas una.

–¿Tenéis jamón alpujarreño? –pregunta José. La camarera nos mira un tanto sorprendida y responde:

–No sé, voy a preguntar. Y sí había.

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