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Barenboim 'el Grande'

  • En sus últimos ocho años de comparecencia en Granada, ha dejado su huella imborrable en dos austriacos universales: Bruckner y Mahler l El pianista nos ha legado un Beethoven y un Liszt inolvidables en el Festival

Los últimos ocho años de comparecencia de Daniel Barenboim, junto a la Staatskapelle Berlin, en el ciclo de conciertos promovidos por la Junta de Andalucía en el Festival, concluyen con los dos programados esta edición por el director argentino-israelí que completa así la integral de las sinfonías de Anton Bruckner, ciclo que quedará grabado con letras de oro en la historia del certamen. Sin olvidar al pianista admirado desde hace mucho tiempo por el público granadino que ya en 1962 nos asombraba con la interpretación de tres sonatas de Beethoven, en un concierto en el Centro Artístico y que luego, en el Festival, en su faceta pianística continuaría, en 1980 con otro programa Beethoven -las difíciles y comprometidas Variaciones sobre un vals de Diabelli, Op. 120- y en 1985, con un recital memorable dedicado íntegramente a Franz Liszt, con un cuaderno de sus Años de peregrinaje y algunas de sus geniales paráfrasis sobre temas verdianos. Concierto que en el tímido homenaje realizado este año del bicentenario de su nacimiento, con un Liszt semioculto entre discretos estrenos de jóvenes compositores de hoy, nos hace rememorar el pasado, al menos como advertencia de lo que no debe hacerse en el capítulo de las conmemoraciones. Liszt hubiese merecido -además de acercarnos a su obra sinfónica, la de los Poemas sinfónicos, por ejemplo, que alumbraron caminos a sus continuadores, entre ellos el propio Richard Strauss- mostrarnos al más completo, exigente y rotundo, en manos de los más destacados pianistas del momento, entre los que se encuentra, sin duda, el propio Barenboim. Como lo estuvo hace dos años cuando interpretó los dos conciertos para piano y orquesta en el bicentenario del nacimiento de Chopin.

Dejando para más adelante estos análisis, recordemos al director de orquesta y su apuesta sinfónica, en estos ocho años que nos visita con la Staatskapelle. Apuesta que, al margen de interpretaciones de obras como la Novena Sinfonía, de Beethoven, nos ha 'descubierto' a Arnold Schonberg, en 2005, con sus Cinco piezas para orquesta. Op. 16 y las Variaciones para orquesta, op. 31, y al norteamericano Elliot Carter; se ha abismado en notables versiones del mundo sinfónico de Brahms, Ricardo Strauss y Wagner, del que nos ofreció, en 2006, un emocionante segundo acto de Tristan e Isolda.

Pero Barenboim ha tenido especial predilección en sus programaciones por dos austriacos. Le hemos escuchado el Mahler de la Primera, Quinta y Novena sinfonías, junto con el Adagio de la inacabada Décima, donde se resume buena parte del credo mahleriano, obsesionado, como he dicho en otros momentos, en la idea de la infelicidad y la muerte, pese a su desgarrador asimiento a una 'resurrección' que ve más como un sueño que como una realidad de futuro. Recuerdo la intensidad y la extremada emoción que puso en esa conmovedora meditación de Mahler.

Y sello austriaco, también, en el mundo integral de las nueve sinfonías de Anton Bruckner que hoy y mañana concluye con la audición de las tres primeras. Hoy, la Sinfonía núm. 1 en Do menor y la núm. 2 en la misma tonalidad, y mañana, junto a un concierto de piano, la Sinfonía núm. 3 en Re menor. Barenboim abrió el ciclo con las tres últimas sinfonías, en 2008. Les hablé ese año del significado en el sinfonismo europeo de la obra del austriaco, de su concepción metódica e ideológica; insistí en sus creencias religiosas que le enseñaron en el ambiente rural donde nació y se formó, en su 'fe de carbonero', como la han identificado algunos críticos, en sus inseguridades, que se revelan en las modificaciones a que constantemente sometió a sus partituras -fantasma que le persiguió después de su muerte-, pero también de sus hallazgos, de lo gratificante que es para los directores desenmarañar su orquestación y mostrar todos los tesoros y hallazgos que oculta. Les hablaba de la Octava, para mí gusto la más personal, perfecta y atrayente del ciclo, sin olvidar el rezo inconcluso de la Novena, donde Bruckner deja su oración inacabada, aunque latiendo, como en Mahler, en muy distinto plano, el destino final. Mahler espera 'resucitar' -al menos en el reconocimiento hacia su misma obra, incomprendida en toda su grandeza en su tiempo- y Bruckner, más modesto, a lo que aspira es al perdón eterno.

Bruckner es un wagneriano sin remedio y aunque no llega a su genialidad, se acerca mucho a esa dimensión ciclópea de los temas, sus engarces, sus repeticiones y su extensión, a veces innecesaria, para llegar a la conclusión final. Se ha dicho que, sobre todo, la Tercera Sinfonía en Re menor se considera la más wagneriana, quizá porque está dedicada el compositor de Parsifal. Pero, a partir del momento que conoce al patriarca de la música alemana -cuando ya había escrito la dubitativa primera sinfonía- la influencia es intensa, aunque hay hondas diferencias, no sólo en manera de expresar las ideas, sino en buscarle soluciones de comprensión universal, no exclusivamente germánica. Así la Segunda, estrenada en 1873, muestra ya claridades y grandiosidades líricas que marcan un camino, el que llega a la inacabada Novena, de la que mostré mi admiración por la "magistral lección interpretativa de Barenboim, extrayendo todo el juego musical y dramático a un conjunto tan robusto como la Staatskapelle Berlin". Señalé con el vigor con el que desarrolló el primer movimiento, Solemne misterioso, con su riqueza contrapuntística y su grandiosidad orquestal, así como la forma de abordar el Scherzo, disonante y un tanto aquelárrico y de qué manera se abismó en esa oración final del Adagio, con la serenidad que da el Re mayor, muriendo en unas últimas notas que quedan en vilo, como si esperase la respuesta de su Sumor Hacedor. Fue uno de los muchos momentos inolvidables que nos ha dejado Barenboim con su acercamiento en profundidad a Bruckner.

Hoy y mañana concluye un ciclo histórico en el Festival -pese a que diversas sinfonías del austriaco se han interpretado a lo largo de estos 60 años-, porque nos ha abierto, con la homogeneidad de ese gran conjunto que es la Staatskapelle Berlin, un mundo, no siempre expedito para muchos, incluso cerrado o aparentemente distante para el auditorio convencional. Y lo ha hecho el director argentino con el talento, la minuciosidad, la hondura y la emoción interna que exige la obra del austriaco.

Por todo lo que ha significado -y espero que siga significando- la presencia de Barenboim en el Festival de Granada tenemos que rendirle un homenaje de gratitud a quien nos ha acercado, con la maestría y rotundidad de su talento, a las grandes obras sinfónicas de todos los tiempos -no sólo en su etapa con la Staatskapelle, sino que en 1981, con la Orquesta de París, nos deslumbró con Debussy, Wagner y Berlioz- y al piano universal que sólo grandes intérpretes como él pueden ofrecernos en toda su honda y perfecta dimensión. Barenboim es uno de los músicos más completos del panorama actual. Ha triunfado en todos los ámbitos, incluyendo el operístico, con sus concepciones de las óperas de Wagner que ha causado sensación hasta en el exigente festival de Bayreut. Por todo ello ha sido un lujo tenerlo como pianista y como director invitado estos ochos años en el Festival de Granada, que tendrá muy difícil rellenar ese hueco de los programas en una cita en la que el nombre de Barenboim es una garantía de calidad y de éxito asegurado.

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