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Celebración de la vida

Festival Internacional de Jazz de Granada. Fecha: Domingo, 8 de noviembre. Lugar: Teatro Isabel la Católica. Aforo: 800 personas

Una vez más el bueno de Richard Bona ofreció una noche de música torrencial, de celebración de la vida que, más allá de los géneros, lo han convertido ya en una de las figuras más queridas por los aficionados al festival y en visita obligada para la mayoría allí donde sea anunciada una de sus festivas actuaciones. La última vez que se le pudo ver por aquí fue hace año y medio en el festival Jazz en la Costa de Almuñécar. En aquella ocasión como parte del trío Toto Bona Lokua, junto a Gerald Toto y a Lokua Kanza, por lo que había ganas de disfrutar de su propuesta en solitario junto a su sensacional banda: Marshall Gilkes al trombón de varas, Mike Rodríguez a la trompeta, Obed Calvaire a la batería, Mbutu a la guitarra y Etienne Stadwijk -el único que repetía de su concierto en la costa- a los teclados. Una banda bien engrasada y a la que Bona extrae toda una gama de virtudes a conveniencia, del susurro al estruendo, del matiz al ritmo desbocado, según pida el momento. También en eso es un maestro, en dirigir magníficamente al grupo con el que interactúa y se entiende a las mil maravillas. Claro que igual hace con el auditorio, al que manejó a su antojo, ahora poniéndolo a cantar, ahora a acompañar con las palmas, incluso a bailar salsa, como hizo en el bis tras dos horas de intenso concierto. Y es que el amor y la fascinación que transmite por el hecho musical es absolutamente genuino independientemente del estilo, y a través de él se relaciona con el mundo a todos los niveles. Pregunta al público, comenta el tiempo y hasta se atreve a hablar abiertamente de política y a dar consejos. Así lo hizo cuando afirmó no creer en ningún político, ya saben, prometen construir un puente incluso donde no hay río, en frase de Nikita Kruchev. O cuando advirtió con absoluta vehemencia del peligro de vacunarse contra la gripe A. Asistir a una de sus actuaciones se convierte en un rito de comunión espiritual y lúdico hermanamiento a través de la música. Y música es precisamente lo que le sobra. A sus incuestionables dotes como bajista (para muchos el mejor del mundo a día de hoy), no le quedan atrás sus facultades como cantante. En ese sentido uno de los momentos más celebrados de la noche ocurrió cuando, retirados los miembros del grupo, se dedicó a construir una pieza utilizando exclusivamente su voz y un pedal con el que repetía en forma de bucle partes ya cantadas. Con naturalidad e involucrando a la audiencia creó solo sobre el escenario uno de las más hermosos números del repertorio, que acabó con el teatro en pie. Desde el tenue comienzo con Invocation a los temas de su último álbum, The ten shades of blues, o la versión de Jaco Pastorius, Liberty city, todo el concierto fue una celebración de la vida con el aroma de los trópicos que los asistentes tardarán tiempo en olvidar. Al menos hasta su próxima visita.

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