arte plástico

Valiosas pistas de la pintura sevillana

  • El Palacio Arzobispal, que ahora puede visitarse dos sábados de cada mes, esconde una sobresaliente colección de arte

  • Abundan los grandes nombres del Renacimiento y el Barroco

La Academia de San Fernando, Madrid, guarda un cuadro de Juan de Espinal (Sevilla, 1714-1783), Llegada de la pintura a Sevilla. Una dama, al gusto francés, sentada en imaginativo sitial, sujeta paleta y pinceles, mira atenta a un aplicado alfarero y recoge los dibujos que hacen sin cesar un enjambre de niños desnudos y alados. A la izquierda del cuadro, en sombra, las dos torres de la ciudad equilibradas a la derecha con la Fortuna protegida por Hermes. Que Sevilla disfrutara y supiera de pintura pudo ser designio de los dioses (de ahí, la ciega Fortuna y el verso de la Eneida, lema de la dama-pintura) pero el designio encontró tierra trabajada por artesanos y jóvenes, como sugiere otro verso de Virgilio al pie del cuadro.

La obra puede resumir la colección del Palacio Arzobispal de Sevilla. Hay grandes nombres: dos obras juveniles de Murillo, cuatro piezas de madurez de Zurbarán, un Pacheco (que no pude ver), un Herrera el Viejo y un Valdés Leal. Pero aparte de los grandes nombres, sorprende la calidad de unos pintores atentos a cuanto se hacía fuera, amigos del debate, promotores de la enseñanza y a juzgar por sus bibliotecas, cultos. Ellos mantienen el vigor de la pintura en la ciudad durante dos siglos.

Se incluyen dos obras juveniles de Murillo y cuatro piezas de madurez de Zurbarán

En el palacio hay algo más: dos patios (elegantes aun estando en obras) y la monumental escalera rematada por una bóveda donde ya aparece la pintura, justamente la de Juan de Espinal.

Arriba, en una antesala, el retrato del Arzobispo Salcedo y Azcona que impulsó las de la capilla de la Virgen de la Antigua con trabajos de Duque Cornejo y Domingo Martínez, autor de este retrato. Martínez fue seguidor de Murillo y añadió a ese legado gotas del gusto francés, aprendidas en la corte sevillana de Felipe V.

El Salón Principal evoca las antiguas galerías: los cuadros cubren las paredes, el techo lo conforman obras de Girolamo Lucenti, nacido en la Emilia y activo en Sevilla a inicios del siglo XVII, y en el centro de la sala, sucesivas mesas que ordenan insensiblemente el paso y la mirada del visitante. Allí, procedentes del cercano colegio de Santo Tomás, cuelgan la primera obra documentada de Murillo y dos potentes dominicos de Zurbarán, pero también un apostolado de Sebastián de Llanos (1605?-1677), admirador de Caravaggio, cuyas figuras, por su prestancia y color, confieren un acusado ritmo a la sala. Los ecos de Caravaggio son aún más fuertes en el escorzo del tronco degollado del Bautista, obra de Mattia Preti (calabrés y caballero de San Juan) que pudo traer de Malta el arzobispo Arias. Las escenas bíblicas de Juan de Zamora (activo en Sevilla, mediado el XVII) son en rigor paisajes con improntas romana y flamenca. Finalmente, en las escenas de la Pasión de Juan de Espinal, desiguales, destaca la delicada Piedad. Espinal heredó el taller y la clientela de Domingo Martínez, su suegro, con lo que este primer círculo parece cerrarse.

Otras estancias pierden el aura de la galería: son espacios institucionales con grandes obras. El retrato de Zurbarán de Maese Rodrigo, fundador del colegio antecedente de la universidad, tiene una gama de color sobria (blanco, negro y rojo) pero llena de matices: el blanco brillante y frío del sobrepelliz del clerigo contrasta con el más apagado y cálido de la Virgen de la Antigua. El retrato se incluyó en la exposición de Zurbarán (Museo de Bellas Artes, 1998) como también las lágrimas de San Pedro ante Cristo atado a la Columna, un venerable tema iconográfico, con un cuidado tratamiento de las telas del arrepentido. Con esos cuadros comparte estancia una vibrante Inmaculada de Murillo y otra, con aire de matrona romana, de Herrera el Viejo. Finalmente, de nuevo Mattia Preti, una interesante Teresa de Jesús. En otra estancia de parecidas características nuevos cuadros de Juan de Espinal (a recordar los arcángeles, inocente motivo para elevar el efebo al lienzo), y de Matías de Arteaga, pintor y grabador manchego, formado en Sevilla, que cultiva hábiles perspectivas arquitectónicas.

En la galería de los arzobispos, los prelados cubren por completo las paredes a excepción del espacio reservado a la Inmaculada del casi desconocido Cristóbal Gómez (1589), cuadro algo torpe pero que puede iluminar la de Velázquez (1618) (quizá por eso se incluyó en la muestra Velázquez y Sevilla, La Cartuja, 1999). En el techo, alegorías de corte flamenco próximas a 1600. Entre ellas, un bodegón, género emergente que cultivaron jóvenes pintores sevillanos. Una palabra sobre el oratorio. Un elegante cuadro italiano lo preside bajo yeserías análogas a las de Santa María la Blanca. En la sala previa, un espectacular techo de Matías de Arteaga: la Asunción rodeada de un cuidado apostolado. La colección merece una visita pausada: da pistas del arte, la cultura y la sociedad de esta ciudad.

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